¿Me gusta ser mujer?

Por Silvia Sánchez

A pesar de contar con buenas actuaciones, Sin pies ni cabeza no logra correrse del lugar común.

En el bonito teatro Gargantúa, cuatro mujeres han decidido hablar de mujeres. Ellas son Susana Presa, María Seghini, Jorgelina Uribarri -en calidad de actrices- y Rosario Zubeldía -en calidad de directora y autora junto con Seghini. Pero no hablan de mujeres así en general: hablan de mujeres globalizadas, dependientes y alienadas.

Enfrentada al desafío de la posmodernidad, la escritura actual parece haber elegido situarse en un territorio claro: el de la comedia humana, el de la parodia. Es decir, lejos -lo más que se pueda- del malestar. Acaso porque la verdadera tragedia de hoy, consista en la falta de tragedia. Evidencia “trágica” ante la que solo nos queda reír o festejar a Groucho Marx: “metáfora perfecta de la sustitución del sujeto trágico por el cómico”.
Desde la aparición de Confesiones de mujeres de treinta (allá lejos y hace tiempo) el material femenino y todo su universo, ha invadido la escena teatral apelando al humor y a una galería típica de personajes: neuróticas, obsesivas, histéricas, con pánico a envejecer, librando titánicas batallas contra los hombres, la celulitis y la soledad, infelices pero con maridos, las mujeres han tomado la escena.

Sin pies ni cabeza no es la excepción (a propósito ¿quién dijo que los títulos hablaban por sí solos?). Dicen sus hacedoras: “se trata de un espectáculo femenino que se ríe con ganas de sus propias miserias (sí, leyó bien: miserias), una obra en donde lo absurdo del mundo femenino (no se preocupe, volvió a leer correctamente: absurdo del universo femenino) se entrelaza con lo inevitable de la realidad misma.

Es decir: hay aquí todo lo que no debe faltar en este tipo de espectáculos: una mujer en crisis a punto de corroborar que su marido se irá con otra; una amiga que no puede escuchar a sus amigas pues ya ha perdido su capacidad de escucha; una madre intentando hasta el cansancio que su hija se convierta en un robot perfecto; una amiga que le aconseja a la otra la "meditación para desaparecer"; una obsesionada con su cuerpo y cansada de las dietas, el gimnasio y las terapias florales; una hipocondríaca, y todo lo que usted se imagine (o recuerde de otros espectáculos similares que ya haya visto). Con un agregado: esas mujeres están puestas en un trasfondo: trasfondo cruel e injusto que las ha convertido en eso que son y que a través del humor, la puesta intenta denunciar.

María Seghini, Susana Presa y Jorgelina Uribarri realizan buenos trabajos actorales. Una actuación nada realista a tono con una puesta que -despojada- las habilita para el juego teatral en el que se mueven sin problemas. La correcta dirección de Rosario Zubeldía ayuda a que el espectáculo tenga algunos buenos momentos y sobre todo “engarcen” de manera bastante “armónica” los monólogos que en su mayoría constituyen la estructura de la obra. Pero es justamente en los textos (y en la elección de los tipos femeninos en juego) en donde la puesta halla su punto flaco: minado de lugares comunes, los textos resultan previsibles y sin el consabido “remate” que incite al aplauso entre cuadro y cuadro.

Tal vez, el tema de las chicas con problemas para relacionarse con los hombres, algo nerviosas y consumidoras de “Dove reafirmante”, esté agotado. Tal vez haya que hablar del otro costado de lo femenino, abrir otra puerta giratoria, de esas tantas que la mujer parece tener. Y entonces poner en escena a las que tienen pies y cabeza: a las lacias, las amantes, las escuchadoras, las aprendices de madre siempre imperfectas, las lucidas, las lúdicas, las que no escriben con rouges los espejos, las que a veces no se pueden reír pero otras sí, las que se bancan la soledad, la lluvia y los relojes, las que creen rabiosamente en los hombres. Tal vez.
O quizás, si ya nos reímos bastante del dolor y este no ha desaparecido, haya que apelar a otro registro: entorpecer la fiesta, hacerla rechinar, tornarla forjada y coja. Y si es así, no se trata de volverse solemnes. No se trata de no reír. Se trata de alternar sonrisas y lágrimas, soles y melancolías, como alguna vez Julia Kristeva definió la escritura de esa monstruosa mujer llamada Margaritte Duras.

O tal vez habría que resucitar a Brecht para que nos recuerde que el teatro puede crispar al mundo y desalienar al hombre. Y que para hacerlo, la diversión y el entretenimiento son los caminos correctos. Pero eso sí: esos caminos son complejos, contradictorios, sutiles, con soles pero también con melancolías.

Nadie pide la hondura de Brecht. Sí, el compromiso de decir algo nuevo a la hora de tomar la palabra.