¿Y la culpa quién la tiene?

Por Silvia Sánchez

Rafael Spregelburd, en Acasusso, toma el robo al Banco Río y lo traspola a la escuelita 78 de Merlo.

A Rafael Spregelburd, una de las voces más interesantes de nuestro teatro (aunque ahora también televisiva y prontamente cinematográfica) la respuesta parece no quitarle el sueño. O al menos, tomar el fabuloso y “teatral” robo al banco Río (con sus gomones y sus túneles) y traspolar esa situación a la escuelita 78 ubicada en los confines de Merlo, no implica para el director, ponerse a realizar un teatro que busque soluciones y motorice agudas reflexiones sociales o de otro tipo.

Para ser justos, seguramente no sea cierto que a Spregelburd lo tenga sin cuidado la respuesta: quien robó esas cajas, porque estúpida carencia los ladrones fueron héroes venerados en su momento. Y seguramente tampoco dejen de interesarle esas maestras de la escuelita de Merlo que se disputan un poder insignificante, que no se permiten no saber, que se concentran en esa sala de profesores para poner en evidencia -a través del discurso verbal y el corporal- la decadencia del sistema educativo y moral. Un sistema que solo alcanza a memorizar el rostro de algunos culpables (Dhualde y sus escuelas shopping, de las cuales el personaje de la vendedora de ropa Marta Lococo resulta un paradigma) o el nombre de otros (el gobernador Solá, abonado en la obra).

Es más, todo eso que se dice llamar “realidad social”, probablemente sí le quite el sueño a Spregelburd, y entonces esta nota haya empezado mal.

“Comparado con el teatro que veo en otros países, el teatro argentino está muy bien, porque reproduce un acto de alegría. Más allá de los temas de los cuales hablan las obras, este teatro habla de lo que la gente está haciendo con su tiempo, para no morirse de angustia en un país que desaparece. Habla de una actitud inteligente, de reunión entre las personas, para pensar el presente y el futuro en términos lúdicos”, dijo hace poco el director.

Entonces, más allá de tontas especulaciones, lo que sí es seguro es que al autor y director le interesa, es ese acto de alegría llamado teatro y lo que él hace con y en su tiempo.

Acasusso, la puesta en escena que se presenta en el Margarita Xirgu, toma datos de otra puesta en escena: el espectacular asalto al Banco Río. Y en poco más de dos horas, las referencias del asalto llegan de modo fragmentario -como lo fue en su momento la información del robo y como le llegó parcelada también al director- hasta esa escuelita del conurbano que ha perdido la inocencia y que necesita héroes. De cualquier tipo.

¿Rosas era bueno o malo? pregunta la maestra Susana Brunetti, la convertida (en referencia a una experiencia que -otra vez la realidad- increíblemente se hizo y que consistía en unir chicos de diferentes grados para que intercambiaran aprendizajes). Y no importa demasiado si Rosas es bueno o malo. Nada importa demasiado. Si la maestra de cuarto ha pasado el millón de años y no puede “dar pie con bola” en ninguna conversación, si a la de primero solo le importa la ropa, si a la fonoaudióloga con buenas intenciones pero politizada y tartamuda le quieren cerrar el gabinete, si los alumnos van armados, si el levantaquinielas pasa por los grados a realizar su trabajo, si a la de gimnasia solo le importan los ínter torneos.

Y como importa poco todo y la moral no ha acudido a la cita, esos ladrones -inteligentes, creativos y masculinos hasta el colmo- resuenan en estas mujeres como estandartes de “virilidad”: una virilidad leída en términos de coraje, de audacia, de escapatoria, de bocanada de aire, de posibilidad de mundo mejor.

Solo que si en Acasusso los fabuladores eran “adorables”, aquí será la inescrupulosa directora Delia Lobo -en una excelente interpretación de Paula Acuña- la encargada de llevar adelante el gran golpe y Edgar Fabiani -el futbolista que Delia compra con el afán de vender a Boca y llenarse de oro- su motín.

Pero las cosas siempre salen mal: Fabiani se revela y toma a la directora y a todas sus secuaces (que a pesar de sus intolerancias mutuas se han unido) como rehenes. Algo siempre falla y la realidad vuelve a su sitio, como la mujer que delató a la banda de Acasusso haciendo que la olla se destapara y los ladrones -hasta entonces brillantes- fueran cayendo.

Llena de gags que provocan carcajadas, de referencias literales a la realidad extrateatral, de muy buenas actuaciones (desopilante el monólogo en defensa de los motoqueros que reparten pizza llevado adelante por la secretaria Marta Gregorini), Spregelburd nos muestra un Apocalipsis a través de la risa.

La falta de referentes serios y creíbles que hacen que Delia y compañía alaben a asaltantes de bancos, está en estrecha relación con un país minado de identidades débiles, en donde todas las maestras llevan el mismo nombre (o Susana o Marta), en donde la mamá de una alumna indigente -citada por el colegio por los problemas de su hija-no puede simbolizar siquiera los nombres de los integrantes de su familia.

“A quien crea que la docencia es una tarea que una elige, le decimos: no. A quien crea que la escuela es un segundo hogar, también le decimos no. La docencia es algo que “nos” elige, y si bien nos resistimos como bueyes a este trabajo que tiene más zonas negras que gratificaciones, muchas de nosotras hacemos de esa resistencia una vocación, y dale que vamos. A quien crea que un segundo hogar puede tener el aspecto de un manicomio, que con todo respeto es lo que más se parece a la escuela 78 del distrito escolar Merlo, yo le digo que no. Que ni educadores ni educandos encontrarán allí algo parecido a un hogar. El chumbo estuvo siempre. Que algunas directoras, e incluso porteros, van armados a la escuela no es una novedad, mal que le guste. A lo mejor Su Señoría recién se desayune con esto y en ese caso yo le digo a Su Señoría: Bienvenido al mundo real”.

El monólogo anterior pronunciado por la maestra de cuarto grado Marta Camaño ante el tribunal, inunda la sala de risa y nos mete de cuajo en el “país Spregelburd”: un país lúcido, creativo y ojalá, más real que el real.