El último fuego

Por Damián Faccini

Lienzo descarnado y realista.

En estos tiempos de vorágine visual y caníbal; de video clip constante; de invasión multimedia, relatar una historia desde la proyección de imágenes generadas por un orador en nuestra mente, implica todo un desafío artístico e intelectual. Aquí, la fuerza del texto dramático, como sucede con la lectura, nos exige el esfuerzo de la búsqueda del meta mensaje, de lo subrepticio.

Asistimos a la figura de alguien que nos cuenta desde su mirada por momentos periodística; en otros, representando nuestro punto de vista, una historia tremenda. Tremenda y lamentablemente común. Un niño que es atropellado y asesinado en lo inmediato por un conductor drogado. Las vidas que alrededor de esa “ya no vida” han de desarmarse o armarse de nuevo. La muerte presente en cada vieja y nueva historia. No condena a nadie, porque todos lo están de antemano como en la tragedia griega (al igual que la figura del ORADOR que nos recuerda al CORO) predestinados a un final inevitable. Nos reímos en escasa medida y es esa risa histérica y estúpida la que denota una evasión de lo infernal.

Los actores se mueven y desplazan con una agilidad tremenda y voraz por el escenario. Dejan el alma y las ganas al servicio de la historia. Convivimos con su drama porque el director, nos guste o no, perspicaz y hábilmente nos incluye. La identificación resulta entonces inevitable. Nos hemos alejado esquizofrénicamente por un tiempo teatral de nuestra realidad y ahora estamos condenando; apiadándonos y enamorándonos de.

La puesta en escena permite la interacción en tiempo y espacio de los actores de manera constante. Se mezclan sus voces y ecos con los de otra escena que transcurre al mismo tiempo y comulga de manera prolija y cuidada con la anterior y futura historia.
Esta obra es un magnífico ejercicio que al igual que un tamiz, filtra el gusto amargo y amarillo de un noticiero sensacionalista o un periodista sin recursos dejando los granos del buen café/texto-teatro para que nosotros lo saboreemos de principio a final. UD. Sabrá elegir en los segundos posteriores a la obra, la cantidad mentirosa y conformista de azúcar que ha de ponerle al café o si por el contrario, lo visceral de la acidez de un ristretto lo acompaña más allá de la experiencia artística.