El actor popular en la revista porteña

Por Rómulo Berruti

¿Ellos o las vedettes fueron la llave fundamental en éxito tan enorme y vida tan longeva?

Ahora que regresó la revista -o lo que quedó de aquella tan famosa- es frecuente oír comentarios acerca de la incidencia que tuvieron en la época de oro los cómicos. ¿Ellos o las vedettes fueron la llave fundamental en éxito tan enorme y vida tan longeva? En lo personal, voto por los cómicos, pivotes fundamentales del espectáculo. Ella, la vedette, junto al lote de medias vedettes, figuritas y coristas apuntalaban el erotismo directo y la belleza visual. Pero las dos horas y pico se sostenían por la sabiduría de los actores. Veamos cuáles eran sus artes y magias.
El perfil del actor popular o “nacional argentino” para atenernos a la denominación del cuaderno numero 13 del Getea, quedó muy bien dibujado en esos trabajos del equipo de Osvaldo Pellettieri. En la revista, ese ámbito tan especial, germinó un tipo de actor que tiene las mismas características de aquél en lo esencial. Por ejemplo, la tendencia muy marcada de hablarle al público, que a veces se imponía al punto de eliminar todo otro referente y convertía al actor en lo que la jerga llamaba “cortinero”, denominación que aludía al monólogo muy breve dicho bien adelante del escenario, con el telón bajado. Aunque esta práctica era nítidamente del varieté marginal y picaresco, muy usada en los teatros del género, por ejemplo, los famosos Bataclán y Cosmopolita de la calle 25 de mayo, la revista lujosa y de alto vuelo se la llevó consigo como elemento aleatorio y de emergencia: un pequeño atraso en el armado del decorado para el número musical podía siempre resolverse con una “cortina” del cómico más apto, que era, desde luego, el que mayor velocidad y efecto tenía para improvisar una serie de chistes, casi siempre apoyados en el mismo bache que debía cubrir. Otras veces, el cortinero se oficializaba porque era necesariamente largo y complejo el armado del cuadro siguiente. El último especialista en este regreso al varieté fue treinta años atrás Pete Martin, que hubiera sido -y lo intentó con éxito- un muy buen monologuista a la manera de Pepe Arias si su conducta no lo hubiera precipitado en la mayor insensatez. Otro exponente, aún más dotado, fue Héctor Rivera, Riverita, dueño de una enorme simpatía y de esa complicidad tácita e inmediata con el espectador requerida para la cortina. A los dos, en distintas épocas y prematuramente, se los tragó la noche brava de Buenos Aires. Pero dejando de lado esta variante tan fugaz... ¿Cómo era el actor de revistas? Obviamente, un cómico de gran eficacia. Un cómico sujeto al texto con hilos de telaraña, porque siempre parecía a punto de soltarse del libro, uno no veía el hilo, pero nunca lo soltaba del todo. En las mejores épocas, allá por los cuarenta y cincuenta, dos décadas brillantes del género, los autores tuvieron un peso muy grande. Sabían escribir sketches, sabían ser graciosos en veinte minutos y sus actores respetaban la letra, por dos motivos: por disciplina interna -aún en la revista el morcilleo estaba controlado por la empresa- y por necesidad perentoria: el scketch es muy breve y su impacto depende del remate.

Ninguno de ellos hubiera podido redondear tan perfectamente saliéndose de la letra. Porque además, con frecuencia esa letra tenía que ver con la más rigurosa actualidad. El mejor y más completo actor de revistas que yo haya visto fue tal vez Carlos Castro, Castrito, que hizo un binomio célebre con Dringue Farías. El trabajo conjunto tendía a fundirlos en uno, pero había diferencias, siendo ambos muy buenos. Castrito era lo que entonces se llamaba un galán cómico, es decir, un cómico capaz de subir hacia la comedia y la ironía, aún en el ejercicio del scketch. Sin proponérselo, daba una nota más. Sin duda, hubiera crecido muchísimo, porque murió a las puertas del gran desafío, que era para él encabezar solo. Acababa de contratarlo El Nacional, a fines de los cincuenta, quitándoselo al Maipo y separándolo de Dringue. La comedia musical tal vez habría capitalizado su astucia y carisma. Dringue Farías, un notable actor, sí pudo dar ese salto en Mi bella dama, donde demostró que la revista por un lado enseñaba mucho y por el otro, albergaba profesionales completos. Dije antes que estaba un poco por debajo de Castrito. ¿Por qué? Por su refugio instintivo en la caricatura heredada del circo y del primer actor nacional. Era común ver a Castrito casi a cara limpia, a Dringue, nunca. Mucha pintura en la nariz y los cachetes, cejas espesas y casi siempre, un sombrero cachuzo, que después llevó a la televisión en su éxitoso Coletti Press, dialogando con Beba Bidart y Mario Fioritti. Dringue fue estupendo sin duda y muerto Castrito, se quedó en la cúspide. También del viejo actor nacional había recibido el instinto de la mueca y de la distorsión corporal. Fue el único actor argentino que dos veces por noche a lo largo de toda una temporada se convertía en un enano perfecto componiendo a Touluse Lautrec. Le habían confeccionado un abrigo apenas más largo que un saco y él lo convertía en un sobretodo flexionando sus piernas, que ataba con una correa, y manteniendo el torso erguido. Con la barba y la galera, el efecto era impresionante, así caminaba el escenario con pasitos cortos y cantando un tema intencionado con el decorado parisino detrás. El otro gran ganador en la revista fue Adolfo Stray, un cómico que llenó varios años El Nacional con Nélida Roca. El sistema interpretativo de Stray era diferente. Nunca distorsionaba su rostro con afeites, porque lo suyo era la capitalización del inconciente colectivo del porteño. Era el vivo por antonomasia, el ganador atorrante que se las sabe todas, el que va a bajar el as de espadas aunque no lo tenga. Y siempre desde el retrato del hombre común, el trabajador, el obrero. Stray no componía millonarios ni aristócratas, era el plomero, el encargado del edificio, el albañil de la obra de enfrente que se descuelga del andamio y se mete en el dormitorio de la vedette. En suma, el espejo. Y su registro no hubiera dado para la obra completa, aquella de dos o tres actos. Su tiempo era muy breve, pero lo utilizaba al máximo. Fue el primero en hacer estallar el exabrupto, la mala palabra, a fines de los sesenta. Antes la revista insinuaba palabrotas, pero nadie las pronunciaba completas.

En distintos registros, brillaron en la revista Gogo Andreu, Alfredo Barbieri y Don Pelele. El primero es (todavía trabaja), un actor más completo, por eso puede hacer bien la comedia y la televisión. Está en la línea global de Dringue Farías. Barbieri fue un auténtico bufo, desorbitado, gritón y con una tendencia marcada hacia la mueca excedida. Pero era formidable como imitador paródico, que es algo distinto del simple imitador. En él no se veía un clon de la figura imitada, sino la captación aguda de sus modos y tics. Es la diferencia entre retrato y caricatura, esa que acentúa el rasgo más notorio. Además, dominaba como nadie la fonomímica, un recurso de alto resultado pero muy difícil. Don Pelele no tenía rasgos en común con ninguno de los dos, era el campeón de la media palabra que se completaba con el gesto, pero cosa curiosa, ese gesto era serio, casi adusto. Fue el Buster Keaton del espectáculo argentino y siempre se sintió más cómodo actuando solo de frente al público. Y así como Barbieri tenía como complemento la fonomímica, él era un virtuoso de la armónica, que tocaba maravillosamente. Otra cualidad del actor de revista: sus habilidades complementarias.

Todos tocaban instrumentos y usaban bien esta cualidad, porque la traían de arrastre de aquellos “excéntricos” del varieté, un poco músicos, otro poco bailarines o cantantes, tal vez prestidigitadores. El número uno en la historia del espectáculo argentino, sin duda alguna fue Florencio Parravicini.

El monólogo político, una atracción muy fuerte de la revista, tuvo en Pepe Arias un exponente extraordinario. Lo había precedido de alguna manera Marcos Caplán, pero él barrió con todos. Pepe fabricó un personaje, se lo puso y no se lo quitó más. Como Sandrini. Y como Sandrini, lo paseó por el cine con mucho éxito. Pero lo que Pepe hacía con el monólogo político era notable. Se refugiaba en una máscara de infeliz a la manera del gran francés Raimú y contaba sus penurias al público. El sistema de Arias era la actuación de una dolorosa confesión. Si de Stray todos esperaban al ganador, de Pepe esperaban al perdedor. De algún modo, retomaba la amargura del grotesco discepoliano y la volvía minimalista para lograr el impacto cómico. Sus silencios lleno de gestos (las cejas alzadas, las comisuras hacia abajo, el encogimiento de hombros, la espalda encorvada, sus caminatas en escena simulando pies planos) valían tanto como las palabras. Y también se constituían en un espejo del porteño, pero del otro, el verdadero, el que no cobra la jubilación, el que espera el ascenso y se lo dan al alcahuete del jefe, el que apuesta a la bondad y lo estafan. Muy inteligente, manejaba el sarcasmo como una navaja bien afilada. Disciplinado, era un esclavo del libreto, siempre preparado a la carta para su lucimiento. Y como Sandrini, cuando quiso hacer otro género, perdió. La gente no lo reconoció y debió volver presuroso a lo suyo. Fue un grande y un fenómeno muy curioso dentro del género revisteril.
La decadencia interpretativa en este universo frívolo y picaresco, comenzó cuando se volvió escatológico. Y sin ideas. Resuelto en base a groserías verbales y gestuales. Por comodidad, ante las enormes recaudaciones, las nuevas estrellas Olmedio y Porcel, con Susana Giménez reemplazado a las dos Nélidas, se lanzaron a un chapoteo reiterado en el mal gusto, sin contenciones de libro. El último scketch de calidad en la revista porteña lo escribieron los dos Sofovich cuando inauguraron el Astros en el 72, la sala que venía a meterse en la conversación mojándole la oreja a Maipo y El Nacional, en la revista “En vivo y en desnudo”, era una convención de personajes de historieta -Batman y Robin, Superman, El príncipe valiente, la Mujer Maravilla- mezclados en aventuras eróticas. Fue el canto del cisne. Después, un largo dormitar de la revista y ahora una resurrección que tiene poco y nada de aquellos espectáculos bien puestos, con gasto y gusto, y unos actores populares muy talentosos con los cuales se cometió una frecuente hipocresía: fueron denostados por ordinarios en la crítica teatral de su tiempo y rescatados ahora como auténticos artistas.-