Gallo

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Por Fabián D´Amico

Nacho de Santis logra conmover desde su dramaturgia plagada de sutilezas y una conducción precisa de actores.

Desde el origen del teatro, el tema del amor es centro de infinidad de obras. Trágico, romántico, pasional, cómico. Pero pocas veces se lo trata como una enfermedad, como una epidemia, como una peste. En Gallo lo que más preocupa, más allá de la pérdida de Claudio, el protagonista tácito de la obra, es si una persona está o no apestada.

Un virus mortal y letal que es el amor, que no distingue edad, raza, religión ni sexo. Una familia, conformada por el abuelo, la hija y el nieto, conoce del mal. Viven en una casa alejada de las luces del centro, y desde su lugar ven las luces de la ruta y las chicas de no buena vida que habitan esos lugares. La casa tiene un ámbito principal que es un gallinero de donde desaparece Claudio, un gallo. Toda la familia está alerta y busca incansablemente al batraceo, mientras Ana, la hija, ahoga su desesperanza en bingos con amigas y otras compañías más toxicas. El más preocupado por la aparición del animal es Julián, un adolescente sobreprotegido por su madre, con problemas de salud y de vínculos sociales, quien encuentra solo consuelo ante los primeros síntomas de la enfermedad en lecturas y poemas.

El único respiro de Julián es su compañero de clases Marcos, quien le trae al chico un poco de aire exterior ante tanto encierro en el gallinero. Marcos no es de “los de enfrente” a quienes Ana envidia y anhela a pertenecer, ni menos de “las chicas de la ruta” a quienes desconocen y evitan. Marcos es puro y ajeno a todo mal, aunque en realidad sea el portador del mal que apestara a joven, con las terribles consecuencias que le causara a la familia en pleno.

Nacho de Santis crea un poética obra costumbrista, con una descripción precisa de cada uno de los componentes de esa sociedad familiar, que retrata en cierta manera a la sociedad del lugar, plagada de la melancolía y romanticismo propios de la mente de un niño que está dejando de serlo y debe decidir qué camino seguir en su vida. Lo que se dice y se deja de decir está impregnado de poesía y los amores que se sienten y no se verbalizan. Los encuentros de ambos adolescentes, en donde los silencios le ganan a las palabras tienen un bello lirismo festejado por un ceremonial silencio por la platea.

Todo movimiento, acción, palabra o silencio está presente en la obra en post del relato de la historia. No hay escenas o situaciones satelitales, ya que todo en Gallo es nuclear y necesario. La dirección certera y las actuaciones brillantes aportan mucho al relato. La madre encarnada por Adriana Ferrer es tan sanguínea y feroz, como conmovedora y querible. La dualidad del personaje entre ser madre, mujer e hija tiene a la actriz como vehículo excelente y certero. Junto a ella, en el otro rol adulto, Luis Gutmann muestra aplomo y cierta sabiduría propia de un abuelo que intenta que su nieto sea feliz perteneciendo al lugar, a su círculo de confort. Es visceral la labor de Valentino Grizutti como el adolescente enamorado de su mejor amigo, con una amplia gama de tonalidades en un personaje difícil que sabe transitar y que se infiere un arduo trabajo de actor –director. Por último, Juan Cottet como el “objeto del deseo” interpreta un rol complejo ya que juega desde la introspección y el silencio, al cual el actor le aporta una belleza casi angelical.

Gallo es una seductora pieza teatral que nos conduce al mágico mundo del amor, del primer amor, de la primera pasión que no siempre se puede concretar pero que deja en las personas una huella, una “herida” que nunca cicatriza del todo. Nacho de Santis logra conmover desde su dramaturgia plagada de sutilezas y una conducción precisa de actores.