La trilogía de la vida - Otra vez Marcelo

Por Silvia Sánchez

Con Otra vez Marcelo, el argentino-boliviano Cesar Brie, cierra una trilogía -compuesta además por La Ilíada y En un sol amarillo- en donde el teatro se torna fuertemente político.

“A veces es bueno saber no estar, aunque sea de vez en cuando”. Así, de esa manera, el dramaturgo, actor y director Cesar Brie, le pide al público que apague sus teléfonos celulares antes de comenzar la función. No podía ser de otra modo: las formas de Brie son poéticas. La frase -que censura dulcemente- también nos sirve para entrar en el universo de Otra vez Marcelo, la obra que por estos días Brie ha presentado en nuestro país, primero en el Festival del Mercosur y luego en el Galpón de Catalinas. Marcelo: alguien que -físicamente- no está.

Otra vez Marcelo cuenta -a lo Brie- la historia de Marcelo Quiroga Santa Cruz, escritor y militante de izquierda, ferozmente asesinado por la dictadura boliviana en 1980. Desaparecido. Ferviente defensor de la soberanía nacional, la vida de Quiroga Santa Cruz parece haber sido marcada por una obstinada lucha por la nacionalización del petróleo, además de por exilios, libros a medias y el amor por Cristina, su mujer de toda la vida.

La obra está estructurada -a modo de montaje- con fragmentos de discursos de Quiroga Santa Cruz, diálogos y situaciones con el personaje de Cristina, melodías, y fotografías que recorren la vida de los dos protagonistas, proyectadas sobre una pared.

Hace algunos años, un crítico cinematográfico se indignaba con un cineasta, el cual había decidido hacer un movimiento de cámara -más precisamente un travelling- en el momento en que una prisionera de un campo de concentración decidía suicidarse arrojándose sobre un alambre electrificado. Para el crítico, aquel travelling era “inmoral”, porque pretendía “encuadrar mejor la muerte”.
Así oponía a Kapo -la película del cineasta inmoral- otro filme: Noche y Niebla de Alain Resnais: una película desnuda, una película en donde las imágenes “hablaban por sí solas”, una película en donde no era posible ninguna manipulación montada sobre el horror.

Uno podría pensar entonces que temas como la dictadura, la muerte y cuestiones similares, solo pueden ser “mostrados”. Pero contra lo que se alzaba allá por los sesenta Serge Daney -el critico indignado- no era contra el uso de la técnica: era contra la técnica usada con fines “efectistas’.

“Contar a lo Brie” quiere decir huir despavorido del efectismo. Quiere decir, crear instantes potentes, imágenes bellas, metáforas compensadoras, mundos posibles siempre mejores, siempre más justos, siempre más poéticos. Y todo con el cuerpo de los actores, con textos arrancados de diferentes lenguas, con músicas distantes y distintas, con objetos que permanentemente se están resignificando, hasta con silencios. Contar a lo Brie quiere decir apelar al humor y a la memoria y generar un teatro que crece sobre todo a fuerza de imágenes, como crosses a la mandíbula. En todo caso, en Brie hay efecto. No efectismo. O como decía Daney: un afán por retratar el mal, mirando bien.

Así, los textos dichos por el propio Brie -quien interpreta a Quiroga- se suceden con la imagen de Cristina bailando, o con la de Cristina durmiendo en un colchón que él con fuerza arrastra mientras le susurra amarla (¿un sueño de ella?). Así, el instante del exilio es retratado por un dispositivo de alambres que lleva y trae cartas -siempre con malas noticias, salvo una que le arranca sonrisas a Marcelo y que dice que porque por primera vez, Bolivia goleó a Argentina-. Así, la escena del casamiento es un baile solitario de Cristina, que baila para no extrañarlo tanto, que agita pañuelos, que se calza los zapatos de él quedando algo ridícula. Como la ridiculez de unirse sin tocarse los cuerpos.

Cesar Brie dice ser antes que nada un hombre de teatro. Pero quien haya visto más de una obra de este compatriota -que un día decidió viajar por el mundo recalando finalmente en Bolivia, más precisamente en Yotala, en donde formó su compañía a la que llamó El Teatro de los Andes- no puede dejar de pensarlo como un hombre profundamente político. Y no solo porque El teatro de los Andes
-conformado por un grupo que realiza un entrenamiento cotidiano, físico y vocal muy intenso- lleve el teatro a las universidades, las plazas, los barrios, los lugares de trabajo, sino porque en todas y cada una de sus obras, el contenido político dice presente, aunque de manera teatral.

Brie recurre permanentemente a temas políticos: la violencia, la guerra, la corrupción, la injusticia, los cuerpos insepultos. Pero esos temas, son modulados por lo teatral. Bellamente modulados. Cuando Marcelo Quiroga Santa Cruz habla ante el parlamento y su discurso genera oposición, Brie decide apelar al teatro: la oposición no se dice con el lenguaje de las palabras, la oposición “se muestra” con el lenguaje teatral. Y entonces la actriz Mía Fabrri -quien interpreta a Cristina pero que en ese momento deja de serlo para jugar el rol de oponente- interrumpe con diferentes objetos (sillas, ropas) el avance verbal de Quiroga.

La puesta finaliza como comienza: con la voz en off del propio Quiroga en un encendido discurso. Luego, Brie hace un gesto con la mano al público para que detenga el aplauso. Quiere hablar. Quiere decir que el pensamiento de Marcelo sigue vigente. Que su desaparición, que la lucha de la familia reclamando justicia y que la indigencia material de la Bolivia actual, continúan.

La estremecedora vida de Marcelo -desconocida pero a la vez tan familiar para los latinoamericanos- se sucedía en la escena. Y la escena se sucedía en la calle. Y la calle se sucedía en el mundo.

En la escena, Marcelo obligaba a respirar. En la calle, se marchaba repudiando a Bush. En el mundo, se cumplían treinta años sin Pasolini. Aquel que una vez escribió: “tengo piedad de los jóvenes fascistas y para los viejos, no dispongo de otra cosa que la violencia de la razón”.