Y un día cayeron elefantes del cielo

Por Silvia Sánchez

En La oscuridad es música, Fernando Peña se desliza con equilibrio entre el clasicismo y su ruptura.

En La oscuridad es música, Fernando Peña no solo rinde homenaje a Gershwin y Woody Allen sino que también, toma de ambos el gesto creativo de deslizarse con equilibrio entre el clasicismo y su ruptura.

Peña trabaja en el formato del trhiller psicológico y presenta una trama coherente y ordenada en donde cada acontecimiento tiene razón de ser. A la vez, la madre, el padre, la hija y el psicólogo -los personajes del drama- son configurados por sus atributos más convencionales: la madre encorvada y con voz ronca como debe ser una mujer sufrida y sin amor, el padre rígido y de voz grave como debe ser un varón que se precie de tal, el psicólogo con sus palabras de manual y sus anteojos como el imaginario popular lo requiere, y la hija, con una identidad camaleónica por ser hija de esos padres. También la escenografía es “lógica”: edificios dibujados que retrotraen a Brooklyn para el exterior; y tablas de lavar, palanganas y jaulas de canarios, para un interior que pretende ser el de una casa de judíos humildes de la ciudad.

Así pues, todo está en orden para la mirada del espectador, tanto que no hace falta ser seguidor de Peña para sentarse en la butaca y disfrutar por algo más de dos horas de la obra.

Pero como de Peña se trata (y de Gershwin y de Allen) ese orden -propio de la narración clásica- fracasa en su intento de ser absoluto: Gershwin se valió del jazz para despabilar a la música clásica, Allen fabricó hipocondríacos e infieles para convertirse en autor, y Peña pone su propio cuerpo -y sus preguntas y su humor, y sus fobias y su ternura- para aportar elementos personales en estructuras universales.

Articulada en torno a una sesión de análisis que apela a la hipnosis, la joven Ailín trata de curar dos padecimientos: la falta de comunicación que reina en su familia, y el no poder tocar a los hombres. Con la ayuda de su psicólogo (en una interpretación de Javier de Nevares que crece a la par de la obra) Ailín entrará en trance y será su madre y su padre; esa señora que parece vomitar cuando habla; y ese señor que haría el amor con niños, esos padres que no se aman, que se lastiman y que un 11 de julio, tienen planeado asesinar a su hija.

Más allá de resoluciones y finales reparadores, la puesta crea una atmósfera ambigua para hablar de preocupaciones ancestrales: la soledad, la falta de comunicación, el miedo.

Peña pone su monumental cuerpo al servicio de los tres personajes que lo convocan y logra dotar a sus criaturas de una intimidad y de atributos psicológicos, que no entran en contradicción con un abordaje de los mismos desde la exterioridad.

El equilibrio -lo que esos personajes han perdido- es el as en la manga de Fernando Peña. Equilibrio típico del relato clásico que es sostenido solo hasta el final de la pieza. Porque allí, las certezas y la visión entran en crisis, lo imposible se pone a tiro de la mano, los elefantes caen del cielo, y Peña está a sus anchas, desvaneciendo lo sólido en el aire.