Yo absurdo, el absurdo

Por Damián Faccini

El clima de la puesta de Primer Amor nos sumerge en un estadio denso, sofocante, complejo y rutinario.

En la penumbra y los confines del absurdo, un hombre desnudo de alma y casi de cuerpo se ahorca con una luz sostenida por su propio movimiento. Con precisión de reloj cambia sus pantalones por otros (que han descendido vaya a saber desde qué máquina infernal), se higieniza en una palangana, toma asiento, corta con una sierra un trozo de tela del nuevo par de pantalones, se lo da a un perro de juguete, ladra hacia la nada, nos cuenta su historia y todo vuelve a comenzar como si lo visto anteriormente jamás hubiese sucedido.

Mientras tanto otro hombre, mas siniestro pero también más reconocible e iconográfico, dirige la vida del protagonista apuntándole a la cabeza y aturdiéndolo con un silbato insoportable.

El clima de la puesta nos sumerge en un estadio denso, sofocante, complejo y rutinario. Las palabras del personaje son un discurso necesario por momentos y en otros tan repetitivo como su vida. El actor despliega un esfuerzo digno, desde los matices de su voz y una expresión corporal correcta.

El tedio que provoca la pieza, es coherente desde la idea de transmitir la experiencia del protagonista. Más allá de eso durante el transcurso de la misma nos preguntamos también de manera repetitiva: ¿dónde ocurre lo que vemos?, ¿en qué época nos encontramos?, ¿el personaje vive su relato o asistimos a una necrológica parlante?, ¿es bueno o malo?, ¿los símbolos significan lo que nos sugieren o cobran un nuevo significado ante los ojos de cada espectador?, ¿podría Beckett responder a esto? ¿querría hacerlo o todo es parte del mismo juego absurdo?