Antígona

Por Rómulo Berruti

Jean Anouilh fue muy representado aquí, desde mediados de los cincuenta hasta entrados los setenta.

Anouilh, ese gran olvidado.

Jean Anouilh fue muy representado aquí, desde mediados de los cincuenta hasta entrados los setenta. No sólo por el teatro comercial –Colomba, con Analía Gadé, Ornifle, con Narciso Ibáñez Menta y por último Becket o el honor de Dios, con Marzio-Murúa- sino también y muy seguido por la escena independiente: La salvaje, El viajero sin equipaje, Cita en Senlis, Jezabel, La alondra, Romeo y Jeanette, entre otras. De pronto desapareció de cartel. Fue considerado viejo, demasiado hecho y dejamos de disfrutar su excelente construcción dramática. Gran arquitecto, todas sus obras tienen una edificación inteligente y un remate sutil pero muy eficaz desde lo sonoro: tañir de campanas, canciones infantiles a lo lejos, una orden gritada desde un patio. Los contenidos encierran siempre una disconformidad profunda con el lado sombrío de la condición humana. Anouilh no es un moralista sino un prisionero de la inocencia primera, la de la niñez, que casi siempre añora. Antígona es su versión del personaje clásico y encaja muy bien en esta nostalgia y también en un rigor de lo absoluto que condiciona todo el discurso. El núcleo de la obra es un diálogo de sordos entre el rey Creón y Antígona. Ella insiste, a riesgo de su vida, en enterrar el cadáver de su hermano Polinice que debe pudrirse a la intemperie por orden real. Una y otra vez desafía a los soldados que cuidan el cuerpo. Creón, menos un monarca cruel que un funcionario dispuesto a preservar su autoridad, intenta disuadirla. Con lenguaje dramático muy sólido, alejado de todo engolamiento, la tragedia se teje hasta su consumación. No se entienden, porque se mueven en mundos muy diversos. El habita el de la realidad fáctica a la cual lo obliga su ejercicio del poder. Ella, el de las alegorías que remiten al Paraíso Perdido. Antígona está muerta desde el principio, porque su carnadura humana le pesa. La versión de Dora Milea denota un hondo conocimiento del texto en sus significantes claves, buscando siempre el marco necesario para esas atmósferas tan personales que requiere Anouilh . Y consigue de Ana Yovino, excelente actriz, esa condición casi etérea de la heroína: intensa, empecinada y llena de pasión, pero a la vez ya desprendida de lo temporal, ya desplegando las alas para el vuelo final. A su lado, la solidez profesional y el vigor de Antonio Ugo permiten armar un dúo interpretativo valioso. Lo que no pudo la dirección es equilibrar con el resto del elenco: desde los gritos destemplados de Susana Zoppi en la nodriza hasta el discurso monocorde de Laura Bogani en la coreuta, pasando por una sobreactuación casi tosca de Pablo Finamore, el desnivel es notorio. Discretos, Ana Riveros y Martín Urbaneja. La escenografía de Ignacio Riveros aprovecha con recursos simples pero útiles el muy buen espacio que brinda La Carbonera.-