Buena versión de Un tranvía llamado deseo

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Por Rómulo Berruti

Sin considerar los 64 años transcurridos desde su estreno, la evaluación de Un tranvía llamado deseo resultaría imposible. Porque este gran poema dramático de Teneessee Williams cuenta una historia, sintetiza una tragedia y a la vez plantea un auténtico dilema moral.

¿Blanche Dubois es una mujer de extrema sensibilidad o una impostora? ¿Sus fabulaciones son demenciales o especulativas? ¿Stanley Kowalski es únicamente un machista alcohólico, violento y lleno de crueldad o es un hombre común de clase baja que descubre una vulgar estafa y expulsa a la timadora? Como en todo el teatro de este autor extraordinario la pasión física y su represión palpitan en el fondo de la trama, sus culpas de homosexual sureño impulsan todo un mundo de ficciones que le son necesarias para vivir en su condición de narrador. Con los códigos de hoy la obra podría ser leída como un caso nítido de discriminación. Esto predomina sobre lo demás porque se nos muestra el calvario de una mujer desequilibrada que agita con su presencia aguas sólo aparentemente quietas y es castigada por eso con el manicomio, si se quiere, un centro de detención. En los cuarenta las espesuras del melodrama operístico lo envolvían todo. Lo que aún admitiendo envejecimientos formales sigue indemne es la estupenda estructura dramática y por sobre todo la piedad infinita que provocan sus personajes. Hoy que el texto casi ha desaparecido como esqueleto argumental, Un tranvía…resulta toda una reivindicación del autor.
La dirección de Daniel Veronese es un trabajo serio y muy profesional sobre un drama que los teatristas han sabido bordear como un campo minado. Siempre se le tuvo miedo a esta pieza por motivos diversos, un poco porque no es fácil de poner debido a sus climas, un mucho porque la protagonista Blanche aterroriza y bastante porque todos llevamos en la retina a Vivian Leigh y Marlon Brando en la versión cinematográfica. Tomado el toro por las astas –ya era hora- asistimos a un espectáculo que sigue los lineamientos del original pero respetando con astucia aquella película célebre. Nos resultan familiares la ambientación –muy bien resuelta por Jorge Ferrari y Albertina Kitenik- y el vestuario de Gabriela Pietranera sin omitir la icónica musculosa de Kovalski bañada por verdaderos surtidores de cerveza. Esto es normal y comprensible porque tampoco Veronese disponía de otras referencias y lo que cuenta no es lo exterior.En lo demás el devenir es desparejo pero fiel: faltan ciertas atmósferas por apresuramiento sobre todo en el momento de la confesión a Mitch (un bombazo que requiere una pausa previa) pero se condensan en el final, tan lleno de dolor. Se omite pero no es imprescindible la famosa secuencia del espejo y también –esto se extraña un poco más- la vendedora de flores para los muertos. En cuanto a Blanche cayó en manos de una muy buena actriz como Erika Rivas que supo colocarse en ese terreno tan resbaladizo entre la frívola manipuladora incapaz de asumir su realidad y la mujer sola y triste hasta el estremecimiento, su personaje es una cuerda de violín tensada al máximo, es el unicornio que pierde su cuerno en El zoo de cristal. Y lo hace bien, trasmite la emoción y el ridículo en las dosis requeridas. Muy sólido es lo de Peretti en Kovalski, aprovechado al máximo con gran vigor y convicción, el papel es suyo por derecho propio y le saca todo el jugo posible oficiando muchas veces como auténtico pivote de la propuesta. Crece aquí la hermana de Blanche, Stella, cuya incidencia real en la obra ha sido con frecuencia subvalorada y eso se debe a la intensa interpretación de Paola Barrientos. El cuarto personaje, Harold Mitchel, es la otra pieza que encaja con justeza y armonía gracias al trabajo exacto de Guillermo Arengo. Los subrayados musicales y sonoros fueron puestos con mano sabia y ayudan. Y sí, subió a escena Un tranvía llamado deseo. No es tan fiero el león como lo pintan.