Cangrejal, el quiero y no puedo de la eutanasia

Por Rómulo Berruti

La obra de Andrés Binetti se instala en un tema de indiscutible actualidad: el derecho de morir.

La batalla de los enfermos terminales que no quieren seguir sufriendo es ya un gran dilema moral del mundo contemporáneo. El famoso caso del español Ramón Sampedro, llevado al cine con fuerte impacto por el español Alejandro Amenábar en Mar adentro con un notable trabajo del actor Javier Bardem, le dio al asunto fuerte actualidad. Ahora el autor Andrés Binetti lo traslada al teatro en Cangrejal, recién estrenada en Beckett. Cruda y despojada, la propuesta, sin preámbulos ni rodeos, nos pone frente a la hora de la verdad. Un consultorio común, una camilla, elementos primarios pero suficientes para garantizar el tránsito: la jeringa y la droga letal. También, claro, el viajero voluntario y la enfermera cómplice. Nada más. No son necesarios los discursos porque hay poco que decir. Los dos son jóvenes y saben para qué están allí. Haroldo se desnuda y se mete en la camilla bajo una sábana respetando un código de pudor final. Ella congela con oficio el folletín de la despedida, arroja al canasto el maletín que su “paciente” ya no necesitará, rompe la ampolla y prepara la jeringa descartable. Lo inyecta y espera. Pero Haroldo sigue vivo más allá del lapso establecido para el paro cardiorrespiratorio. Como si en una ejecución carcelaria la burocracia hubiera metido la pata con productos de mala calidad. El fracaso del operativo abre un diálogo incómodo pero inevitable. Habrá otros intentos donde la vida no quiere claudicar.

La pieza tiene el mérito esencial de su honestidad dramática con el gatillo blando de una situación teatralmente perfecta. Lo que Binetti busca no es el lugar común de la culpa obvia, el suicida y la asesina: esa es la sustancia literaria, periodística, ética y religiosa que el film mencionado hizo devenir en melodrama hecho y derecho. Lo que aquí aterra no es la muerte voluntaria y su fría ejecutora sino el brote imperioso de los afectos que surgen y crecen de golpe entre esos dos seres, entorpeciendo el prolijo desarrollo de un plan. Haroldo no retrocede con el súbito temor de morir ni la enfermera se pone a revisar el manual de su conducta. Pero han hablado, se han comunicado, estos dos solitarios descubren con pavor que acaban de abrir la puerta tan temida. Está claro que con elementos tan austeros, los intérpretes deben ser poco menos que impecables. Verónica Medina está más cerca de lo requerido en términos generales y Luciano Linardi alcanza un pico valioso en el final. Ambos deben trabajar todavía ese vínculo tan espinoso hasta que un clima común los envuelva por igual. El director Fernando Medina hizo ya con buena mano el trabajo grueso, falta el lijado fino. Y debe vigilar una carencia poco perdonable en un ámbito tan pequeño: por momentos y desde la segunda fila cuesta entender lo que se dice en escena. Cangrejal tiene contenidos inquietantes. Necesita pulir el vehículo, o sea el espectáculo en sí mismo.-