Cremona, luces y sombras de una complicada resurrección.

Por Rómulo Berruti

Armando Discépolo a la vez que ostenta el rango de dramaturgo magistral y clásico indiscutido, es también un misterio.

Esta versión se demoró mucho por diversos problemas -Cremona parece en efecto una obra maldita- y tiene adaptación de un autor notable, Roberto Cossa. Su trabajo deja lo esencial, poda mucha hojarasca, intentando recuperar aquella economía expositiva que mencionamos recién. Por lo demás respeta el texto primigenio puliendo sólo -para facilitar la tarea interpretativa y la comprensión del público- el vocabulario colorido, popular y “cocolichesco”. No estamos de acuerdo en cambio con el nuevo final, el suicidio de Cremona. Este personaje es en medio de la codicia, la envidia y la humillación el auténtico cordero de Dios, la víctima sacrificial que con su concepción cristiana de la salvación jamás se quitaría la vida, sí la entregaría si fuera necesario cuando el odio colectivo lo elija para el altar de la ofrenda. Además, no ya desde lo profundo de la conducta, también desde la tesitura del género este adiós voluntario de Cremona suena a falso: las criaturas del grotesco sufren pero no se inmolan. En cambio, el melodrama Hombres de honor, obra previsible que no elude el folletín, sí culmina con el suicidio del doctor Varela, acosado por las deudas de juego. De todos modos, quedó un libro con mayor agilidad que ayudó a la puesta de Helena Tritek. En este terreno vimos un esfuerzo valioso en el armado general del espectáculo, con sabia iluminación y buen movimiento escénico pese a las complejidades de un elenco numeroso y casi siempre activo. Lo que falta es el toque discepoliano en la condensación de climas, pero no es del todo justo exigir precisiones que el tiempo ha diluído al dejar de cultivarse el género. Tritek es una directora muy experimentada y sabe donde exhibir y donde esconder. Se lucen, como es natural, los mejores: Quique Liporace en Nicola, el administrador del conventillo, con momentos de muy fuerte acatamiento a lo que piden el papel y la obra; Aldo Barbero (¿por qué no él para Cremona?) dueño de gran intensidad y poderosa presencia; Lucrecia Capello, muy astuta capitalizadora de las chances que le brinda Petrona. Con Alberto Anchart -incorporado al protagónico en última instancia- sucede que aunque tiene escenario de sobra, no es para el personaje. Le cuesta mucho el necesario idioma ítalo-criollo y la vibración emotiva profunda que quizás no tuvo tiempo de obtener, tampoco obedece al físico de Cremona que Discépolo dibuja en las acotaciones. El resto, desparejo, abunda en desempeños apenas aceptables y en general el resultado se traduce en un dibujo atractivo desde lo exterior y vacilante en las honduras que deberían percibirse -como pide el grotesco- entre las pinceladas del sainete. Una buena escenografía concebida por Negrín alberga bien a los habitantes de esta obra cuyo autor merece de sobra ser puesto de nuevo bajo el microscopio.-