Democracia, un texto atrapante y excelentes actores

Por Rómulo Berruti

Comentario de Democracia, obra de Michael Frayn que subió a escena en versión, traducción y dirección de Hugo Urquijo.

La noche siguiente de su estreno en la Casacuberta, una platea nutrida se aprestó a ver Democracia, obra de Michael Frayn que subió a escena en versión, traducción y dirección de Hugo Urquijo. Como dura dos horas y no es un secreto, como los contenidos son una muy conversada trama política y tampoco es un secreto, el público-público (como se lo llama al que no es el de la función especial) bien podría haberse asustado. Sin embargo, aunque no llenó la hermosa sala semicircular del San Martín, dejó muy pocos claros. Y se veía que en su mayor parte habían pagado la entrada. La obra hace foco en la figura de Willy Brandt, el carismático y exitoso premier alemán que en 1969 logró desplazar al frente de una coalición a la Democracia Cristiana, habitual triunfadora en Alemania Occidental. Con astucia, el autor dibuja el perfil del político hábil, pero también desnuda la endeblez del sistema democrático, lleno de grietas éticas por donde se cuelan las traiciones y los sobornos. En la reconstrucción teatral el elemento humano se ve robustecido por una presencia muy cercana a Brandt, Günter Guillaume, especie de todo terreno y todo servicio que se gana primero la confianza del entorno y luego la del líder mismo, con quien llega a compartir la tan cotizada proximidad a solas a bordo de infinitos trenes e infinitos kilómetros. Sin embargo, este hombre es un agente de Alemania Oriental. Es decir, el primer ministro comparte sus secretos -y no sólo los oficiales- con un espía. A lo largo de cuatro años agotadores, Willy Brandt y los suyos –traidor incluído- verán coronado el triunfo popular con sus múltiples halagos, la decadencia acaso prematura y por último, el fin inevitable.

El texto no hace concesiones ni claudica para generar la situación más redituable. En Democracia se habla todo lo que es necesario, pero todo lo que se dice es atrapante. Además, huelga decirlo, el espectador local encuentra puntos de contacto generosos con la realidad argentina, sobre todo cuando se menciona una suculenta coima para legisladores, líneas que pueden estar o no en el original pero que si fueron agregadas más cabe hablar de oportunidad que de oportunismo. Es cierto que hay baches y lagunas, pero esta especie de drama coral sobre Brandt y la división de Alemania llega a buen puerto en crescendo dramático de buen remate.

Trabajó muy bien Urquijo el ascetismo de su puesta sobre una planta escenógrafica funcional de Alberto Negrín donde domina el espacio una gran escalera que permite prefigurar el clásico balcón de los discursos, más allá de las obvias metáforas de encumbramiento y caída.

En una propuesta de este tipo la actuación lo es todo. Y casi como en Copenhague -aquello tal vez no es repetible- los intérpretes mantienen el interés de la platea con trabajos de gran solidez. Rodolfo Bebán regresa al teatro y sigue demostrando que es un actor de cualidades notables, su labor alcanza la autoridad suficiente para trasmitir la pesada carga del político exitoso pero también su costado humano más proclive a la redención popular: el alcohol y las mujeres. Alberto Segado, como siempre, se burla del reloj, porque asistir a su tarea es puro disfrute: con esa rara cualidad que tiene para borrar la frontera entre escenario y público, brinda un Guillaume siempre irónico y filoso, pero también conmovedor. Horacio Peña compone sin dificultades a un personaje bisagra que apela a la más cruda convención, porque es el jefe comunista del espía que interrumpe la acción para meter sus propios y acuciantes bocadillos. José María López es otro neto ganador porque llena de viscosidad la figura de Wehner, el as de Brandt en el parlamento, su elaboración tiene matices de fina calidad. Luis Campos y sobre todo Carlos Weber se muestran muy seguros en papeles clave, igual que Tony Lestingi.

Abrimos este comentario mencionando a los espectadores y lo cerramos con ellos: no se perdieron ni una línea de diálogo y aplaudieron con ganas al final. No sé en cuántas ciudades del mundo será factible verificar una devoción similar.-