Desparejo, pero interesante

Por Rómulo Berruti

Dentro del proyecto que resucita tragedias griegas forjado por la Fundación Konex y que debió desperdigarse en diversas salas.

Dentro del proyecto que resucita tragedias griegas forjado por la Fundación Konex y que debió desperdigarse en diversas salas debido a que la suya resultó sepultada por el efecto Cromañón, figura una versión de Las troyanas, de Eurípides. Rubén Szuchmacher eligió la transcripción de Jean Paul Sartre, con lo cual ya obtuvo una valioso agionarmiento. El filósofo y escritor francés no huye de las resonancias antiguas –indispensables, por otra parte- pero aproxima el texto a nuestro tiempo, dinamiza bastante su contenido original y sin convertir las consecuencias de la pasión de Paris por Helena en un manifiesto existencialista, le imprime al furor de las troyanas una dosis de antibelicismo contemporáneo. Imposible bordear la inevitable dificultad para atrapar hoy el interés con esta mezcla de dioses, héroes, villanos y coreutas que claman por sus muertos y añoran la paz próspera de Troya. Este es un desafío que obliga una acercamiento de tipo arqueológico, al que le van bien los hermosos anfiteatros que siguen en pie en Italia y Grecia. El gran escenario del Coliseo porteño –muy distante del que habitaron los mártires cristianos- fue aprovechado por Szuchmacher-Ferrari con una ingeniosa escenografía que muestra las paredes desnudas de la estructura y llena el espacio de monitores y cables colgantes. Las pantallas multiplican imágenes que la obra requiere y desde luego se constituyen por sí mismas en un anacronismo muy útil. Partiendo de la base, como dijimos, de unos discursos bastante densos y altisonantes a los cuales no están acostumbrados nuestros intérpretes, cabe preguntarse si la experiencia valió la pena. En términos generales, sí. El espectáculo es desparejo, pero interesante. Lo primero porque empieza preocupando debido a la mala actuación de Javier Rodríguez en Poseidón, que asume el prólogo, y continúa con unos lamentos quejumbrosos de Hécuba (Elena Tasisto) y las mujeres que chirrían bastante. Luego, la Casandra de Irina Alonso agudiza la preocupación porque ese papel y sus exigencias la superan por completo. Lo segundo, o sea el interés que se abre paso, se debe no tanto a senderos más transitables del libro sino a la justeza de puesta que se vuelve más notoria. Es como si a partir de los primeros cuarenta minutos esto encarrilara y dejara de dar tumbos. Y fundamentalmente, porque la calidad de las interpretaciones sube. Sabemos que el escenario es de los actores y si son buenos, suelen echarse a la espalda y salvar propuestas agobiantes o de riesgosa resolución. Elena Tasisto se afirma, muestra que este género le pertenece por completo y alcanza grandes momentos. Ingrid Pellicori, siempre con el toque profesional y la entrega necesarias se vale de Andrómaca para una afirmación de categoría escénica. Horacio Peña, mensajero del ejército griego, es otro pilar donde se apoya esta versión de Las troyanas. Y principalmente, el dibujo moderno, intencionado, manejado por el borde mismo de la parodia que exhibe Diana Lamas en Helena. Parece ser la única que supo encontrar un punto de inflexión, que en su caso se dá entre la traición que le reprochan –en especial la enfurecida Hécuba- producto al fin de cuentas de su involuntaria belleza y la burla escondida hacia todo el género que están poniendo de pie cada noche. Sus esguinces, sus perfiles y los tonos que obtiene, hacen de lo suyo una delicia aparte. Así, con una duración cauta para la tragedia y desniveles a veces notorios, Rubén Szuchmacher consigue con su equipo –donde no falla nunca lo técnico- cerrar estas brumosas desazones de los troyanos con fuertes aplausos. Tarea cumplida.-