El cubo de espejos

Por Rómulo Berruti

El personaje de Llovizna gris, una mujer en la edad de hacer balance de vida y cabalgar la memoria, se nos muestra multiplicado.

El personaje de Llovizna gris, una mujer en la edad de hacer balance de vida y cabalgar la memoria, se nos muestra multiplicado. Como si habitara un cubo de espejos. En sus parlamentos, casi siempre musitados, hay que descifrar fragmentos de realidad y secuencias de sueños. Porque el texto de Américo Torchelli propone más una excursión anímica que un dibujo analítico. Laura es todas esas que van pasando como en una moviola: la niña lejana jaqueada por una sexofobia impuesta, la mujer jóven toda envuelta en deseos carnales, la enamorada del amor y la buscadora genital, la que anhela o ejecuta tres muertes en sendos hombres, la que se aferra a una juventud fugitiva, la que por fin se inventa una máscara para no sucumbir. El texto tiene desniveles pero arma un monólogo válido para trabajarlo con intensidad. Con aportes de Jorge Graciosi en la puesta –especialmente oportuna en el clima lumínico y sonoro- Stella Maris Closas se dá un gran gusto personal. Entrenada en una gimnasia de heroína clásica –transitó varias de la mano de Rodolfo Graziano- aquí apela a búsquedas muy íntimas capaces de ponerle de pie el personaje y hacerlo caminar. Aunque la función que vimos está entre las primeras (de hecho fue la del debut) y esto es un buceo de hallazgos progresivos, la actriz brindó una paleta rica en tonalidades. Pasa de la frivolidad al estupor, del cachondeo provocativo al dolor profundo y consigue de a poco romper el hielo inicial. La extrema proximidad con el público que el ámbito propicia es arma de doble filo: abriga y contiene, pero también atenta contra la magia del gabinete onírico, la caja del misterio donde este ser tan frágil revisa su historia. Es una propuesta de entrega y complicidad de Stella Maris Closas a la que vale la pena asomarse. En la sala Teatro Abierto del Teatro del Pueblo.