El estruendo del silencio

Por Rómulo Berruti

Acurrucado en un rincón, un soldado devora su manzana. No come, devora.

Acurrucado en un rincón, un soldado devora su manzana. No come, devora. Y su rostro anticipa que tiene miedo. Tal vez alguien o algo interrumpa su comida. Trinos engañosos de pájaros simulan un día tranquilo. De pronto, un superior suyo –se adivina, no hay galones- irrumpe con su propio, imperioso almuerzo. Antes de llevarse a la boca un zapallo, no lo corta, lo mutila, con un machete. Luego una calabaza será también descuartizada. No hay palabras. Sólo acciones. Un jefe, un subordinado. Un amo, un esclavo. Luego, sentados a la mesa de una pequeña cocina, la infaltable tijera –instrumento que parece obrar aquí como un lugar común de todas las castraciones posibles- repetirá la mímica de la amenaza. Y la pasividad del que sólo teme es la razón de ser de la hiperactividad del que provoca miedo. Comprendemos primero que componen una deidad bifronte, después que de manera fatal tendrá que estallar un cambio de roles. La música de fondo machaca sonidos de tragedia. A los casi exactos sesenta minutos de espectáculo, algo sucederá. La pérdida de los nombres es una experiencia escénica que tiene guión y dirección de Pablo Bontá, siempre al frente de su compañía Buster Keaton en su salita de La Paternal. Aquí el ejercicio y la búsqueda tienen como disparador la obra Das mundel will vormund sein, de Peter Handke que tradujo Gustavo Bohm. Y el texto es reemplazado por la máscara y el cuerpo. La gestualidad recupera su condición de vehículo idiomático. Como en el cine mudo, motor de estos juegos teatrales. Bontá manejó muy bien los tiempos, hecho de pausas que parecen eternas y de súbitas emisiones de adrenalina que transportan violencia. El escenario, muy chico, ahoga. Y las entradas súbitas de la partitura de Dvorak predisponen. Es obvio que los intérpretes deben empinar hacia la cúspide la tarea del oficiante. Lo hacen con excelentes resultados. Enrique Iturralde es un actor con muchas cualidades –brilló en El petiso orejudo- y aquí tiene el gasto mayor componiendo al falso dominador. Su presencia trasmite autoritarismo y sabiamente, no alcanza el rango de la autoridad. Héctor Segura, obligado a sutilezas casi imperceptibles, las dibuja con trazo muy agudo. Ambos aciertan y hacen de La pérdida de los nombres una propuesta interesante.