El grostesco, un potro difícil de montar

Por Rómulo Berruti

Infaltable en el estudio del teatro nacional y analizado hasta fatigar por los microscopios de los ensayistas, el grotesco tiene menos suerte cuando lo ponen de pie sobre el escenario.

Infaltable en el estudio del teatro nacional y analizado hasta fatigar por los microscopios de los ensayistas, el grotesco tiene menos suerte cuando lo ponen de pie sobre el escenario. Se diría que está más cómodo y respetado en la mesa de autopsias que en el desafío sanguíneo de puesta y actuación. Se comprende, porque es un género complejo que como el sainete, perdió los referentes. Hoy es necesario decodificarlo de nuevo. Antes los intérpetes, también los directores, tenían en la retina lo que habían visto en otros. Arrumbado entre los trastos viejos, ahora cada tanto alguien lo recupera pero pagando el precio. En buena medida es lo que sucede con esta versión de El organito, la estupenda pieza de los dos Discépolo, Armando y Enrique Santos, estrenada en 1925. Decantando al máximo el mensaje de miseria, sordidez y esa zozobra permanente que sólo dispara la pobreza, los autores lograron un dibujo perfecto. La familia del tano Saverio es una de tantas. Inmigrantes obligados a sobrevivir en una lucha durísima en la calle, el organito y la cotorra de la suerte traerán la diaria, con el plus del falso mendigo que asume Mama mía. Anyulina, esposa triste y omitida, es casi un despojo. Los hijos, un rumor alarmante de rebelión. Saverio, canalla y miserable, mueve los hilos de esas marionetas, a las cuales se sumará Felipe, el patético hombre-orquesta. La cara oscura del conventillo, el formidable grotesco criollo. Alfredo Devita lo conoce bien sin duda, no es un improvisado. Pero como director no consiguió ese efecto de claroscuro, esos golpes crudos de luz interior que dejan al desnudo la morisqueta pirandelliana. Su puesta es responsable pero lineal, de a ratos apurada, sin los silencios que en Discépolo suenan como bombas. Tampoco le rindió a pleno el elenco, algo desparejo. Omar Ottomani, más voluntarioso que ubicado de verdad en el personaje, salió con un volúmen de voz muy bajo (tal vez debido a cierta disfonía) el tono exactamente opuesto a los rugidos de león acorralado que pide Saverio. Nicolás Caba y Emiliano Ramos son esbozos aceptables de los hijos, primero sumisos y enseguida con las garras listas para ganar su libertad. Están bien las dos actrices: Laura Corace trasmite el sometimiento casi animal de Anyulina y Verónica Mayorga le imprime a Florinda una picardía equívoca que preanuncia –como en el texto- un futuro cercano de “milonguita”. Levanta bastante el nivel Ricardo Pellizza en Mama Mía, un perdulario de corazón tierno que sólo sueña con la música triturada de el organito. También encontró su vibración Martín Lavini en Felipe, papel muy difícil. Simple pero suficiente, la ambientación de Osvaldo Cuffo para este resurrección con filtraciones pero que permite, una vez más, admirar a dos grandes del espectáculo argentino. Dos cronistas de una masa humana aluvional y obligadamente promiscua que aquí comió, es cierto, pero resignando grandes porciones de dignidad.-