Entre plumas falsas y balas verdaderas

Por Rómulo Berruti

Cuando una bataclana baleó al coreógrafo Pedro Sombra.

Es una imagen que rara vez entró placé en la fantasía de los argentinos. ¿A qué negarlo? ¿Quién no soñó con pisar fuerte en los camarines de un teatro de revistas? No bajar simplemente, en uso de un permiso fugaz, para hacer una nota. No. Eso, para un periodista de espectáculos, siempre fue fácil. La cosa era ganarse el sitio, tener carné de habitué, saludar apenas con un gesto, porque no hace falta más. Saber que la cortina del camarín de la vedette no habrá de cerrarse con un rasguido de fastidio ante nuestro paso. En suma, ser hombre de la casa. Durante unos cuantos años, disfruté ese privilegio. Una larga y cálida relación con Alberto González -también con su cuñado y empresario, Luis César Amadori y con su hermana, Zully Moreno- me permitió deslizarme escaleras abajo por la puerta espejo que dibuja, discreta, su silueta en el hall del Maipo. Cierto es que tuve un cicerone de primera, sin rivales, mezcla de bacán y patotero: Asdrúbal Salinas.
Aquél subsuelo de la calle Esmeralda ejercía sobre todos una atracción irresistible. No sólo por ese presente de desnudos y máscaras pintarrajeadas, de bikinis diminutos y pestañas enormes de papel canson, de carcajadas aluvionales y silencios profundos. Pesaba también la historia. Esa sala, "catedral de la revista porteña", había alojado los nombres máximos del género. Entonces cuando a uno le decían "éste era el camarín de Pepe Arias", se nos instalaba una serpentina enfriadora en la espina dorsal. Aquellos tiempos, los míos, fueron los de Porcel y Olmedo, los de Nélida Lobato y José Marrone. Los de Gladys, Adriana, Lizzi, Graciela, Susana y La Gato. Estas últimas mucho menos conocidas, pero también mucho más democráticas en el trato con el periodismo.

El preámbulo del episodio que evoco se relaciona -como tantas veces- con unos ojos fatales de mujer. Sólo que en este caso, a los ojos había que adicionar nariz, labios, cuello, senos, caderas, glúteos y piernas igualmente fatales. Se llamaba, al menos para el trabajo, Lorena. Era brutalmente hermosa. Y desde luego, lo sabía. No recuerdo el momento exacto de su ingreso al Maipo, pero sí que no le costó casi nada ubicarse como "figurita", ese codiciado rango superior al de corista o bailarina, pero lejos aún de la media vedette. Fué de movida una presencia incómoda para las otras. Muchas de ellas, con años sin progresos notorios, olfateaban desde sus boxes que esta potranca estaba para un Gran Premio. Y pateaban nerviosas el maderamen. El clima se iba espesando. Hasta que una noche, el coreógrafo -un gran profesional que se llamó Pedro Sombra y que partió muy joven- anunció que Lorena daba el salto. La promovía aún más y hasta sugirió la posibilidad de un cuadro propio. Lot y su familia eran ardillas al lado de la parálisis que afectó al elenco femenino. Desde gritos y amenazas, hasta maniobras más sutiles y palaciegas se desataron para "cortarle las patas" a esa hembra suprema que ponía en peligro sus ambiciones. Con amagos de paro incluídos, Sombra tuvo que dar marcha atrás. En ese clima, era más la pérdida que la ganancia.

Todo comprensible y hasta pleno de cierta justicia. Lo que nadie calculó, mientras respiraban aliviados el cese de la tormenta, fue la reacción de la perjudicada. Cuando ya tenía el pavo trufado en el plato, llegaba el mismo mozo y se lo retiraba. Aquellos ojos atigrados se cargaron de una bruma que no presagiaba nada bueno. Y una noche, poco después de su ascenso frustrado, ingresó al camarín de Pedro Sombra. Cerró la puerta. La discusión crecía como un mar embravecido. Insultos muy duros se escuchaban de ambas voces. Por último, casi en un alarido, la sentencia de Lorena: "¡Esto vos no se lo hacés a nadie más!" Y sonaron tres disparos de muy pequeño calibre. El alboroto fue inolvidable. Desmayos, corridas, ambulancia y policía. Sombra, con dos tiros de una pistolita matagatos en sitios no vitales, fué hospitalizado y superó el trance sin problemas. Lorena quedó detenida en la comisaria primera. Hubo un conato de denuncia que el mismo coreográfo luego retiró y la "loba" siguió en carácter de procesada. En el camarín de Pedrito, un espejo roto -donde había impactado la tercera bala- testimonió durante semanas aquel arranque de furia. Algunas de sus idolatrías (una foto de Los Beatles, otra de Maurice Chavalier, tal vez algún bailarín de Las Vegas) quedaron al garete sin cristal donde aferrarse.

Hasta que el tiempo lo borró todo, de acuerdo a su misión y costumbre. Lorena, con la entrada terminantemente prohibida al Maipo, terminó viviendo tórrido romance con un ejecutivo de la casa. Es que la noche de Buenos Aires nunca fué rencorosa.