Hamlet resucitado con mucha intensidad

Por Rómulo Berruti

El más célebre personaje de Shakespeare revive su tragedia en el Centro Cultural de la Cooperación con puesta de Miguel Iedvabni.

“ ¿Hamlet? Mmmmm…” La mezcla de duda y malos presagios suele acompañar el trascendido de una nueva versión en ciernes. Tal vez suceda lo mismo con los hacedores de esa nueva versión cuando la idea y el deseo empiezan a crecerles por dentro. Pero no hay actor o director que pueda volver a dormir si el deseo es demasiado fuerte. Ese nuevo Hamlet será sí o sí como el balcón de un piso cuarenta: si te asomás y no retrocedés, te tirás. Ese vértigo acompaña todo proyecto teatral riesgoso. Por eso se afronta. Ahora es Manuel Iedvabni quien bien rodeado por algunos de sus intérpretes preferidos, incluyendo dos actrices que no están en escena pero que lo secundaron en la traducción, Ingrid Pellicori, y en la adaptación, Malena Solda, nos lleva al mundo tenebroso del reino de Dinamarca. Con la solvencia y el oficio que tanto le conocemos eligió un camino directo hacia la médula de la tragedia célebre, usando bien el espacio mezquino, creando climas con las luces y una cuidada banda de sonido, pero por sobre todo apoyándose en lo único que no admite vacilaciones ni brinda zonas opinables: las interpretaciones de nivel en los personajes decisivos. Pellicori trabajó el libro con acatamiento al imperativo esencial, fuera la hojarasca retórica aunque caiga en el hachazo alguna metáfora afortunada para que el texto sea lo que debe ser, el vehículo eficaz para tanto sonido interior y tanta furia desatada. Tampoco incurrieron ella y los adaptadores (Iedvabni-Solda) en la tentación de simplificar en demasía, saltando por encima de escenas que podrían suponerse omitibles porque las pone la memoria del espectador. O sea esas temibles versiones de cámara que terminan pareciendo un radioteatro de categoría. No. Allí está Hamlet con los elementos que lo hacen estremecedor, el fantasma de su padre, la representación de los cómicos, la muerte de Polonio –la traducción regresa al venerable Astrana Marín: “!¿Qué es eso, una rata?! ¡Muera la rata!”-, la tumba para Ofelia y la calavera de Yorik. Sólo se gana tiempo aligerando la triquiñuela en alta mar que salvará a Hamlet y condenará a Rozencrantz y Guildenstern. Son dos horas veinte muy disfrutables porque lo son de buen teatro. Y aunque con algunos desniveles que hacen a criterios de puesta –por ejemplo, no se justifican los revolcones con que se saludan Hamlet y los dos traidores recién mencionados- y otros tantos en algunas actuaciones que apenas arañan el nivel requerido, el espectáculo transpira una notable malignidad interna. Llega hasta la platea la atmósfera ponzoñosa que se desprende del texto original y se trata de algo tan curioso como destacable, ya que este espesor de clima no quedó como mérito en otras resurrecciones de la obra. Sin duda todos han trabajado para lograrlo, pero el germen del mal, por así decirlo, nace sin duda del extraordinario trabajo de Héctor Bidonde en el pérfido rey Claudio. Su incidencia es tan grande que se lo siente siempre aunque no esté y hasta se percibe en la acción como un rencor de fondo, como si todo lo que hacen los otros personajes lo hicieran sólo inspirados por él. Bidonde es la columna vertebral de esta recreación y sus compañeros no resisten la comparación. Pero hay que ponderar el esfuerzo interpretativo que hace Federico Olivera en semejante protagónico, que transita con intensidad interior y mucho brío, ocupando con inteligencia sus espacios y procurando siempre dominar sus parlamentos sin someterse a ellos y su peso. Es cierto que se lo ve más resuelto que dubitativo, pero no les falló a quienes confiaron en él para Hamlet. Otro trabajo cargado de tensión y dolor es el de Ana Yovino, siempre cómoda en el teatro clásico pero estremecedora en este caso cuando debe explicitar su locura. Es agudo el Horacio de Luciano Suardi aunque se ve perjudicado por problemas de dicción, subsanables tal vez con un poco de serenidad que siempre falta en los estrenos. Le cuesta entrar en foco a Marcelo Savignone en Laertes, un papel definitorio en el final, pero nunca desnivela en el duelo que habrá de desatar la cascada de muertes. Sueltos y seguros, aunque demasiado juguetones, Rafael Lavin y Eduardo Narvay (Rozencrantz y Guildenstern). En cambio se percibe en una muy buena actriz como Patricia Palmer la necesidad de tomar contacto interno con la reina Gertrudis, de quien la notamos distante, como si hubiera encontrado refugio en un dibujo exterior. La marcación sobre el Polonio de Alfredo Zenobi propicia una cotidianeidad excesiva pero el actor consigue algunos momentos de verdadera eficacia. Y hay que nombrar a Pablo Razuk por el vigor que pone en el sepulturero, un personaje agradecido pero traicionero. Toda la secuencia final de este Hamlet es de una auténtica calidad, sacude, impresiona, genera emoción. Realmente un muy buen espectáculo...