Il silenzio de la platea en el final

Por Rómulo Berruti

No le fue bien a la Compagnia Pippo Delbono, representando a Italia, en su debut en el teatro Alvear.

No le fue bien a la Compagnia Pippo Delbono, representando a Italia, en su debut en el teatro Alvear. Considerando que en general casi todos los elencos visitantes han disfrutado de generoso recibimiento -a veces un poco excesivo, potenciado por el inevitable shock snob- la frialdad con que culminó Il silenzio resultó llamativa. Pocos aplausos de una sala repleta y tímidamente, algún silbido. El espectáculo se basa en la memoria fragmentada de un gran terremoto que casi destruyó Gibellina en 1968. Esta tragedia resurge en imágenes alegóricas que tienen la frecuente presencia de Delbono en escenario y platea, como una especie de relator que desgrana un texto literario, a veces empapado de una poesía un tanto decadente. Lo que vemos a lo largo de noventa minutos no es teatralmente vergozante o torpemente realizado. Pero es viejo, pecado mortal en un encuentro internacional de este tipo y en Buenos Aires. Los integrantes de la compañía, sobre un piso cubierto de arena para simular polvo y escombros dejados por el sismo, juegan situaciones típicas del idioma circense al
servicio de una alegoría: rostros y narices de payaso, guirnaldas de flores y luces, un banquete cuya mesa es vestida en escena con el albo mantel y sentados a ella los símbolos del poder (obispo, militar, financistas, jefe de gobierno -asumido por un actor de muy escasa estatura que parece aludir sin mucho eufemismo a Giovanni Andreotti-), fugaces pantallazos de amor.

Todo muy Italia del sur y todo también prolijamente pignorado del cine peninsular, sin omitir a Monicelli y Fellini, este último evocado con la
marchita inolvidable con que cierra su mejor film, Otto e mezzo. Subrayados musicales y canciones diversas, algunas agradables, acompañan Il silenzio. Colocándose uno en el mejor término medio aconsejable, debemos decir que Pippo Delbono es un teatrista bastante egocéntrico y pasado de moda, pero que su elenco no resulta tampoco merecedor de los antiguos bombardeos de hortalizas con que algunos públicos castigaban lo que no les había gustado. Hay actores estimables y otros no tanto, la puesta es previsible pero sin fallas, la idea de transformar en fábula un movimiento telúrico nada tiene de censurable. Lo que sí parece indiscutible es que Il silenzio y su condottiero no encajan demasiado bien en los contenidos de este encuentro tan obligado a sorprender con auténticas novedades.