Inteligente y atractiva versión de Rey Lear

Por Rómulo Berruti

Volvió el teatro Apolo, en su tercer nacimiento, Shakespeare logra generosa revancha con una despojada versión de Rey Lear.

Volvió el teatro Apolo, una muy antigua sala de la calle Corrientes primero arrasada por la piqueta y luego rescatada por el grupo Nuevo Teatro con una desdichada versión de El mercader de Venecia. En su tercer nacimiento, Shakespeare logra generosa revancha con una despojada versión de Rey Lear.

A Shakespeare no hay que tenerle miedo. Pero sí respetarlo. No en lo que equivocadamente se le atribuyó de solemne sino en lo que guarda de riesgoso. Las pasiones han sido en sus obras tan espléndidamente talladas y dichas con tanta sabiduría que allí nadie quiere ni puede equivocarse. La tragedia del rey anciano que ve con furia y angustia como se le escapa el poder ya hizo esquina una vez con Alfredo Alcón. Pero fue un choque. Ahora, de la mano de Rubén Szuchmacher, es una confluencia. El director realizó con Lautaro Vilo una adaptación inteligente y libre de artificios que, como debe ser, atiende a los contenidos pero apunta por sobre a todo al montaje. Aunque pueda deleitar, no hay teatro para leer. Hay teatro para representar. Desde la primera escena esta versión está concebida en la platea donde no siempre la tabla apoyada sobre butacas es algo más que eso, una simple mesa de ensayo. Szuchmacher y Vilo quieren y consiguen en general que los personajes trasmitan en forma directa las desventuras –también los gozos- de toda esa gente que anda por ahí dividida en dos bandos: los que padecen con fastidio impaciente la supervivencia de un monarca decrépito pero terco y los que celebran ese anclaje porfiado en este mundo y en el poder. El error enorme de Lear ya se conoce, a la hora de legar su reino en vida elige muy mal dándolo todo a las dos peores de sus tres hijas, Goneril y Regan, quienes con astucia y pensamientos oscuros simulan sumisión. Deshereda y expulsa de su lado en cambio a Cordelia, porque no miente sus sentimientos y al menos en lo inmediato, la verdad nunca paga. Con este reparto fatal abre el espectáculo metiéndonos de entrada en el conflicto. Y allí mismo Alfredo Alcón exhibe su gran talento para encarnar un rey más próximo a los caprichos pequeños de la senilidad que al ocaso majestuoso de un gran monarca. Y así seguirá todo, con escenas breves y veloces, amenazas y claudicaciones, vaticinios y anuncios inquietantes que usan el estupendo texto como trampolín y no como almohadón, con la complicidad de un oportuno diseño sonoro de Bárbara Togender.

La puesta de Szuchmacher eligió el camino del despojamiento visual para apoyarse en una ambientación simple hecha con paneles corredizos y columnas delgadas también movibles, una escenografía que no cae en la trampa de las alegorías (sólo un cauto eclipse de sol se concede a este recurso) y deja el tablado limpio para los intérpretes. Sobre ellos la tarea de dirección ha sido minuciosa –conociendo al responsable podríamos decir obsesiva- y los resultados se ven en un elenco de saludable desprejuicio y comprometido en el juego con pareja vitalidad. Los desniveles son inevitables en una nómina de doce responsabilidades y con una obra de semejante compromiso. Ya mencionamos a Alcón, pero su autoridad artística nos obliga a regresar a él porque no sólo se pone con toda gallardía la obra sobre los hombros sino que consigue el vellocino de oro en este oficio: lograr que la gente desee su regreso a escena no porque las cosas allí anden mal sino por puro disfrute de su travesura. El aplauso con toda la sala de pie rubricó con claridad lo que Alcón brindó. En segundo término el lucimiento es para Horacio Peña en el duque de Kent, papel que resucitó con el vigor y la intensidad que este actor imprime siempre a lo que hace y que la propia sustancia de la tragedia agradece. El Gloucester de Roberto Carnaghi, uno de los buenos de la historia a quien le arrancan los ojos en escena, tal vez esté buscando todavía la vibración interior más satisfactoria pero conviene dejar en claro que nadie puede en este concepto de puesta requerir para sí el tiempo ideal para condensar una atmósfera propia. Excelente impresión causó Juan Gil Navarro por su apostura y sobre todo, la pureza de su discurso. Más borroso y menos seguro vimos a Joaquín Furriel en Edgar. Otro logro personal destacable es el de Roberto Castro en el Loco, dibujado con mucha riqueza de matices y armando con Lear un binomio de gravitación propia que de a rato fuga de Shakespeare para entrar en el Beckett de Esperando a Godot. Las hijas son presencias muy poderosas en esta pieza y obedecen en esta versión al propósito de ablandar sus perfiles para que no precipitarse en abismos cronológicos: la más fuerte y sacudidora es la Goneril de Mónica Santibáñez, en tanto Paula Canals exagera de a ratos una especie de naturalismo de teleteatro que puede corregirse. María Zambelli consigue mostrar el aura de cordero de Dios que la obra le imprime a Cordelia. Están bien en lo suyo Carlos Bermejo y Ricardo Merkin.
El nuevo Apolo quedó brillantemente inaugurado con esta descarnada, por momentos ascética aproximación a Rey Lear que se engarza sin desmérito en la corona de grandes espectáculos que luce la cartelera teatral de Buenos Aires.