La gran magia, una zambullida en el gran teatro

Por Rómulo Berruti

La gran magia es una pieza extraordinaria.

Para los argentinos, pese a nuestro vínculo decisivo con Italia y su teatro, el apellido de Filippo se vincula fácilmente con Peppino y el cine, sobre todo en el “pudibundo” funcionario obsedido por el gran letrero de Anita Ekberg en La tentación del doctor Antonio, el episodio de Fellini en Bocaccio 70.
Pero el genio de su hermano Eduardo como dramaturgo pasó casi desapercibido. Tal vez porque lo oscureció la gran sombra de Pirandello, tal vez porque lo suyo fue capturado con fortuna por nuestro Armando Discépolo. Así, los estrenos escasos de sus obras no dejaron huella, con la única excepción de Filomena Marturano y la creación que hizo de ella Tita Merello. La gran magia es una pieza extraordinaria donde por debajo de la matufia que ejercita con desparpajo un prestidigitador inescrupuloso y la burla tan napolitana que propicia, se abre paso un estudio notable de la condición humana. Otto Marvuglia se gana la vida malamente con trucos de poca monta para divertir a los huéspedes de los hoteles para clase media pudiente. Lo secundan su mujer Zaira y los inevitables cómplices que necesita. La obra comienza cuando -truhán al fin- en el Metropol accede a ser parte de la fuga de una esposa con su amante. La hace desaparecer dentro del sarcófago egipcio, la adúltera fuga por detrás y se embarca rumbo a Venecia. Luego de un rato largo, su marido Calogero Di Spetta reclama el regreso de su Marta. Y aquí Otto, perfecto alter ego del autor, fragua una estafa deliciosa, una mentira oriental (toda Nápoles respira supercherías sobrenaturales), un truco más: le dice que él no es responsable de nada, él juega con energías misteriosas. Pero le dice una verdad escondida, Calogero ha hecho desaparecer a Marta, no el mago. Y le entrega una caja de metal que tiene una consigna, si el marido tiene fe, la abrirá y Marta será nuevamente suya. Aquí la maestría del escritor cambia el dibujo de la trama y ese hombre tan ingenuo como pusilánime será el eje. Calogero no abre nunca la caja, no por considerarlo una estupidez sino por verdadero pánico. Hombre de fortuna, recibirá en su casa a Otto y tejerá para él su propio razonamiento retorcido. Con variables que estiran demasiado la obra para los tiempos teatrales de hoy, pero también con un texto que al mismo tiempo divierte y destila su amargura –en suma, la esencia del grotesco- La gran magia atrapa y a veces deslumbra. Pero es un texto que necesitaba a su vez otro mago, el que inventara una puesta en escena capaz de quitar el polvo del tiempo y dar vida a esos personajes. Lo consigue plenamente Daniel Suárez Marzal no sólo con su pericia ya conocida para lo visual, secundado aquí por la excelente escenografía de Jorge Ferrari y el vestuario de Renata Schussheim, ambos de fuerte incidencia en la recreación del hotel. Lo plasma también en las actuaciones y la dinámica escénica, esta última rica en la ilusión requerida. Las criaturas de Eduardo de Filippo surgen adaptadas al espíritu de la versión y no desdeñan a veces la caricatura. Todos están muy bien en los papeles de apoyo, en especial Karina K con un par de canciones puestas para su lucimiento, Ana María Castel y Marcelo Xicarts, algunos momentos de Sandra Ballesteros en el final, pero también Gabriel Rosas cuando casi vuela llevado por el viento que doblega las ventanas. Los protagónicos se apoyan en los grandes trabajos de Víctor Laplace y Gustavo Garzón. El primero con un despliegue natural de sus condiciones en el dibujo exterior y en la cabal captación de los resortes íntimos de sus palabras, un discurso que tiene, como su arsenal mágico, doble y triple fondo. El segundo, al superar con talento el desafío que le propone Calogero, un hombre de ficción que debe entrar y salir de su propia farsa, un infeliz que acaso no lo sea tanto y que habrá de quedarse tan solo como el Ciampa pirandelliano de El gorro de cascabeles. La gran magia es un espectáculo seductor, pero también y sobre todo, una zambullida en el gran teatro.-