A la hora señalada

Por Rómulo Berruti

En un tríangulo mujer, marido, amante, los dos hombres pueden llegar a conocerse y hablar de ella...o no.

En un tríangulo mujer, marido, amante, los dos hombres pueden llegar a conocerse y hablar de ella...o no. En la otra versión –hombre, esposa, amante- es de certeza astrológica que ellas se busquen, se encuentren y hablen de él. ¿Por qué? Porque ellas son las que cuentan. Es lo que sucede en La brisa de la vida, obra del británico David Hare que estrenaron en Londres Julie Dench y Maggie Smith. Ahora llegó al escenario del Regina con Rita Cortese y María Leal, según puesta de Alejandra Ciurlanti. La obra parte de un contenido tan poco sorpresivo –el disparador es un resorte dramático hecho en serie- que en realidad, sin bien tiene un texto valioso, sirve como un juego para armar. La pieza será lo que intérpretes y dirección decidan que sea. Lo que el autor imaginó son una escritora golpeada en su orgullo (Frances) y mucho más furiosa con la ex amante de su marido que con quien acaba de desplazarla, flamante y mucho más jóven. Del otro lado, una mujer tan culta como mordaz (Madelaine), que vive sola en el campo y que muestra una solidez engañosa. La primera visita a la segunda para corporizar a Martin. El match está descontado: ¿será esgrima, boxeo o lucha en el barro? Esta versión muestra un trabajo muy interesante en pos del clima requerido y lo que no era menos delicado, caminar por el conflicto sin pisar el denotante del lugar común. Rita Cortese, se sabe, es una actriz fuera de serie, con toda la verdad de la emoción, gran autoridad y por si fuera poco, un entrenamiento actoral envidiable: sin duda vive más horas en los decorados que en su casa. María Leal, intensa y corajuda, con intervenciones teatrales que dejaron una impresión muy duradera (como la del Bauen junto a Virgina Lago) y que nunca se alejó de la televisión, se exponía a un duelo complicado. La directora Alejandra Ciurlanti debió encauzar dos personalidades fuertes. Lo hizo respetándolas y teniendo la rienda al mismo tiempo. Estableció con buen instinto escénico dos territorios que sutil y metafóricamente remiten al atavismo animal, cada una “marca” el suyo y lo defiende. Frances se descarga y embiste, Madelaine hace una verónica e ironiza. En el final, igualadas en el amor y en la frustración, las dos aceptarán un trueque de zonas. En los códigos de la batalla, una mala señal. Su labor sobre las actrices habrá sido tal vez más intensa con Leal y más relajada con Cortese. La primera tiene un monólogo fuerte y traicionero, porque debe “hacer” de Martin, imitarlo en sus reacciones.Lo encaró con mucho vigor, pero con excesos de emisión,casi un grito permanente sin el alivio del medio tono: eso es también un refugio de dominio y vitalidad, pero ganaría con una revisión. Sobre el desenlace, la vimos bajar ese volúmen y el personaje se humaniza. Rita Cortese, simplemente perfecta en Madelaine, dueña de la intención y los tiempos, beneficiada además con los mejores bocadillos del libro. Su sinceramiento interior en el cierre, un misil al corazón. Alberto Negrín en la ambientación escenográfica y Jorge Pastorino en las luces son elementos claves de esta nueva y muy atractiva propuesta. En el Regina.