La violencia nuestra de cada día

Por Silvia Sánchez

Bajo la dirección de Eva Halac, se acaba de estrenar El reñidero, acaso una de las piezas más perfectas del teatro nacional.

Bajo la dirección de Eva Halac, se acaba de estrenar El reñidero, acaso una de las piezas más perfectas del teatro nacional. Escrita por Sergio De Cecco allá en los sesenta, la economía dramática de El reñidero no le quita brillo sino todo lo contrario; como si la misma fuera -paradójicamente- un pasaporte a la desmesura. Es que El reñidero es un texto dramático en el que lo racional y lo irracional hacen síntesis de manera más que acabada; cada palabra, cada situación y cada personaje tejen en la pieza de De Cecco un volcán en permanente estado de ebullición. Algo lógico cundo el telón de fondo es la Electra sofocleana, intertexto del que se vale para hablar de las traiciones que eran moneda corriente en la Buenos Aires del pasado siglo.

La acción transcurre en el barrio de Palermo en 1905 y todo comienza en el velorio de Pancho Morales, caudillo asesinado a quien su hija Elena (la versión porteña de Electra) jura vengar. Para cumplir dicho juramento, Elena se valdrá de su hermano Orestes (personaje que conserva el mismo nombre que en el original griego) una vez que este regrese de la cárcel en donde cumple una condena. La mira estará puesta en Soriano, mano derecha de don Pancho cuando vivía y -como buen traidor- amante de su mujer.

Orestes debe vengar la muerte de su padre porque para el moralismo varonil del pasado siglo en nuestro país, la cuestión no admitía objeciones: se era macho a fuerza de cuchillo y muerte. Pero (y allí la sutileza de De Cecco que Halac respeta) Orestes es un macho que “antes de cobrar y pagar, revisa la cuenta”. En ese revisar, en esa racionalidad dentro de un mundo irracional, De Cecco pasa revista y critica no solo a la sociedad del pasado siglo sino también a la propia, algo que también hace Halac.

La inversión del género que hace De Cecco convierte a Elena en portadora del odio y promotora de la venganza; tal vez una maniobra para repensar los confines de la violencia en una sociedad que moldea su identidad con mucho de ella.

Con actuaciones algo desparejas entre las que se destaca claramente la de Julieta Vallina como Elena, la puesta de Halac logra la difícil tarea de respetar un texto clásico a la vez que lo enriquece. La música de Mariano Fernández Bussy y Carlos Alvardo, la iluminación de Leandro Pérez y la escenografía de Micaela Sleigh que encierra como en una gran jaula al universo en cuestión, son, junto con la mirada sutil de la directora, una suma que no desentona a la hora de abordar un texto grande.