Las cosas tienen movimiento

Por Silvia Sánchez

Estrenada en España, Automáticos se presenta ahora en nuestro país bajo la dirección del propio autor y de Luciano Cáceres.

El cuento es muy sencillo, como canturreaba Serrat: un grupo de adolescentes tiene que preparar un trabajo práctico para la feria de ciencias del colegio, y se reúne en el fondo de la casa de uno de ellos para pergeñar dicha presentación. Luego de idas y vueltas, tres maniquíes arrumbados son elegidos por los adolescentes quienes -con un mecanismo tan modesto como disparatado- los hacen hablar y reproducir diálogos que ellos mismos inventan.

Pero en el universo de Daulte -y parafraseando nuevamente a Serrat- lo sencillo no es lo necio: los tres maniquíes cobran vida, las cosas se complican y lo que parecía ser un cuento sencillo termina por convertirse en una pieza en donde las certezas pierden su razón de ser.

Es que en su insistencia en mirar hacia atrás, Daulte se detiene en la tradición teatral y en sus géneros con la habilidad del equilibrio a cuestas: equilibrio que hace que mantenga algunos elementos de los formatos escogidos, y que deseche otros. ¿Por qué gustan tanto las obras de este muchacho? pregunta una señora haciendo la cola para entrar en ese nuevo templo teatral alternativo llamado Timbre 4. Un ensayo de respuesta podría ser el esbozado líneas arriba: el muchacho en cuestión gusta tanto porque nos pone al abrigo de lo conocido pero también, porque sabe cuando desabrigarnos. Combinación que pocos, pero pocos, logran.

En este caso, Daulte no solo arremete con los géneros teatrales sino también cinematográficos (además de apelar a numerosos fundidos a negros para marcar elipsis temporales), más exactamente con la ciencia ficción, al poner en escena tres maniquíes que cobran vida propia al punto de dominar a sus creadores y anularles a los mismos toda “potencialidad expresiva”. Así, los automáticos, son los otros.

Dicho expresamente por el autor y director, Automáticos resulta una excusa para indagar sobre lo actoral y más específicamente, sobre la diferencia entre lo emocional y lo expresivo: “Yo creo que el actor no debe ser expresivo sino emocional. Veo un divorcio entre ambas cuestiones. Las personas somos seres emocionales pero no necesariamente expresivas. Al contrario, intentamos no expresar aquello que nos pasa y, cuanto más fuerte es lo que nos pasa, más tratamos de que no se vea. Esto, trasladado al teatro, me ha guiado mucho en mi rol de director de actores y en Automáticos hice extremar eso porque me pregunté cómo sería un actor que esté totalmente limitado, que no pueda expresar nada”. De ahí los maniquíes. Y de ahí también la inversión de roles, el tirar la pelota para el lado contrario, la pregunta que retorna para sacarnos del automatismo.

Pero a su vez, los elementos del género escogido crean un efecto cómico e inundan a la pieza de un aire de comedia, suspendido por momentos para darle la razón a Daulte cuando afirma que Automáticos esgrime también un gesto de fracaso porque la adolescencia es una etapa de mucha soledad, de tristeza, en donde la vida lo pone a uno en situaciones de asumir cosas como la sexualidad y en donde uno “está solito con su alma”.

Así, a la risa le suceden silencios imposibles de tapar, o escenas que encubren en la carcajada, desesperación (como la escena de Fina y Omar haciendo el amor), o personajes que de repente ceden en la provocación de hacer reír para dar paso al patetismo (como Mora y sus anagramas de amor en la maravillosa interpretación de Mariana Chaud, o como Cristina y su insistencia en el terrario en otra interesante actuación de Pilar Gamboa).

Automáticos se deja leer en entrelíneas aunque también se goza sin pretensiones. Uno puede elegir quedarse en la certeza (¿acaso los géneros no son eso, conjuntos de certezas, paquetes de tranquilidad?) o transitar el -a esta altura- mundo daulteano: personal, potente, lúcido y fundamentalmente lúdico. El del muchacho que gusta según la señora de la cola, el del muchacho que a la salida se iría a comer una pizza con sus espectadores, como él mismo afirma.

“Nada funciona como debería funcionar” dice uno de los personajes cuando los maniquíes han cobrado una vida imposible de detener. Y cuando nada funciona “como debería funcionar” nos han enseñado que es necesario mirar hacia atrás. Como hace Daulte con el teatro: con el afán de tomar de él lo mejor para poder proclamar -en sus aguas y en las humanas- que nunca es tarde para tener una infancia feliz.