Lo obvio y lo obtuso

Por Silvia Sánchez

Con La Paranoia, Spregelburd crea un universo imaginativo que se desdobla en otro y pasea por escena su estilo.

Entre las leyes que toda buena ficción debe cumplir según la pluma de Rafael Spregelburd, hay algunas que él mismo viola en La Paranoia, parte de la Heptalogía de Hieronymus Bosch (El Bosco).

Allí, un grupo de elite conformado por un matemático, una escritora y un astronauta y comandado por un militar, intenta colmar la sed de nuevos relatos ficcionales de las inteligencias, hartas de escuchar y ver siempre lo mismo.

Planteo algo complejo para un público no avisado, el contenido y la forma se vuelven especulares en tanto que en La paranoia, la trama se complica al punto de violar una de las leyes de oro enarboladas en la propia puesta para realizar una buena ficción: lo obvio. En La Paranoia poco y nada hay de obvio y allí reside la riqueza de la pieza aunque también, algunas de sus debilidades.

Instalada en el futuro, en un tiempo que se mide en otros términos, el “núcleo pensante de ficciones” va armando relatos posibles que los espectadores ven a través de una pantalla de video. En esa labor, el grupo habrá de tener en cuenta las normas creativas dictadas por las inteligencias: ellas no quieren que se les diga donde deben mirar, no aceptan el estilo, no quieren que se las induzca a la identificación y quieren que esos relatos sean para la mayoría.

En la pantalla, una historia que se engorda a medida que la pieza avanza, intenta cumplir estos preceptos al mostrar una especie de “culebrón policial venezolano” en el que el verosímil es despedazado desde los planos de inicio.

Así, Spregelburd crea un universo imaginativo que se desdobla en otro y pasea por escena su estilo. Ese en el que el relato se torna un rompecabezas en donde al final las piezas terminan encajando; ese que se nutre de muy buenos actores entre los cuales siempre sobresale Andrea Garrote; ese que teje con humor ficciones de un tiempo más largo que el habitual.

La Paranoia, que además lo tiene como protagonista, no es la excepción. Y aunque por momentos den ganas de privilegiar lo fílmico por sobre lo teatral (habría que decir que Spregerbuld y su trouppe acaso sean eruditos en armar mundillos con acento latino), la puesta es una apuesta a descifrar lo obtuso: ese sentido escurridizo que a veces molesta pero que cuando falta, devela lo pobre que son algunas ficciones.