Marathon

Por Rómulo Berruti

Una obra de una calidad literaria tan infrecuente que se vuelve subversiva en esta Argentina banalizada.

Aunque su estreno data de treinta años atrás, Marathon vuelve para mucha gente -y no sólo la de teatro- con una estela casi mítica que la sigue como la cola de un cometa. Es uno de los grandes títulos de Ricardo Monti, un autor nada prolífico y nada mediático que en el año 70 sorprendió a través de Una noche con el señor Magnus e hijos explorando senderos del todo nuevos para la época. Llegó después Historia tendenciosa de la clase media argentina y luego de un silencio bastante largo, la célebre Visita, donde sus preocupaciones se volvían mucho más herméticas pero igualmente inquietantes. Y en el 80, Marathon, el título que de algún modo le permitió hacer ese teatro personal y sin concesiones pero con una insospechada captura del público masivo ya que fue un éxito auténtico, rotundo, que generó una reposición y hasta una versión para ópera en el Colón. Nada de eso interesa al espectador de hoy, pero viéndola de nuevo uno entiende dos cosas: una que la obra es de una calidad literaria tan infrecuente que se vuelve subversiva en esta Argentina banalizada hasta el dolor, uno teme que irrumpa en la sala un comando tinellista y haga una masacre; la otra que aquél impacto de los ochenta sí puede ser atribuido a lo que el director Villanueva Cosse niega en el programa de mano, que la obra podría haber sido entendida como un teatro de “circunstancias”. Marathon tiene una carga alegórica muy nítida contra la dictadura militar y puede ser considerada un trabajo pre-Teatro Abierto, inclusive una obra de Teatro Abierto más larga. Punto. ¿Qué encontrará el espectador 2010? Un gran espectáculo que debe ser valorado como argamasa de texto y puesta fundidos hasta configurar las imágenes de una ceremonia impresionante y desoladora.
Seis parejas de una competencia de baile cuyo premio desconocen deben, como en todo concurso de esta índole, bailar sin interrupción. El animador estimula desde el púlpito con un discurso demencial y su guardaespaldas se ocupa de espantar el cansancio con recursos poco retóricos. Esos doce infelices sobreviven en una pista que no podrán -y lo intuyen con terror- abandonar. Como en el infierno de Dante, adivinan demasiado tarde que han de resignar toda esperanza. ¿El premio? Durar. ¿Para qué? Ya se los dirá el animador… o no. Monti infiltra su obra con algo de la espera más angustiosa que tal vez haya dado el teatro de todos los tiempos, la de Godot. Por eso importa poco lo que digan los personajes cuando bañados en sudor piden una pausa para sus breves y mutilados parlamentos. Nada cuenta, ninguna historia personal, ningún pedazo de amor o de culpa. Ellos habitan una pesadilla -todo el teatro de Monti es hondamente onírico- y hasta el público es parte de ella (puestas anteriores acentuaron esta presencia de modo muy intenso).
Villanueva Cosse, con la estupenda escenografía de Tito Egurza -el “dueño” legítimo de Marathon, todas las versiones tuvieron su ambientación- hace su propia lectura y concibe su propia dinámica negociando con Monti sólo algunas omisiones respecto del original, buscando una profundidad y amplitud que prescinda de referencias locales. Es el suyo un gran trabajo de sensibilidad e imaginación. El elenco de bailarines autómatas le responde en alto nivel y aunque la balanza se inclina a favor de Pepe Novoa en el poeta Homero Estrella, también por incidencia del texto y el potente final que tiene a su cargo, los demás aprovechan muy bien sus fugas del baile agónico. Son ellos María Fiorentino, Martín Slipak, Irene Goldszer, Iván Moschner, Iride Mockert, Sebastián Richard, Verónica Cosse, Luis Campos, Patricia Durán, Lucía Rosso y Marcelo Fiorentino. Pompeyo Audivert en el animador es la pieza maestra de esta maquinaria, sobrelleva sin respiro el peso del espectáculo y lo hace con el histrionismo y la seguridad escénica que ya se le conoce. Brilla también Montenegro en el guardaespaldas. No siendo la sala grande del Cervantes y su escenario el ámbito ideal para esta pieza, generan la atmósfera requerida las luces de José Luis Fiorruccio y el vestuario a cargo de Daniela Taiana, todos, como queda dicho, bajo la sabiduría de Egurza. Como la pieza no tiene demasiado teatro en cuanto a diversidad de situaciones, sugerimos escuchar con oído fino el texto, a veces de una inusitada belleza.-