Megafón o La Guerra

Por Rómulo Berruti

Compleja pero valiosa versión escénica de la novela de Marechal.

Más allá de sus dificultades y resultados, cualquier intento de resurrección de Leopoldo Marechal merece el aplauso. Primero porque es un gran escritor, poeta original, ensayista serio, dramaturgo desparejo y novelista dificultoso pero de muy alto rango: Adán Buenosayres, El banquete de Severo Arcángelo y Megafón o la guerra son textos de una dimensión literaria y alegórica infrecuentes en la literatura argentina. Segundo porque fue un intelectual perseguido, mejor dicho, extirpado. Su condición de peronista confeso y militante lo bajó del podio de los grandes a punto tal que dos generaciones casi no lo conocen, en tanto los suplementos literarios, los seminarios especializados y los lanzamientos editoriales queman incienso desde hace medio siglo a los escritores bendecidos por los paladar negro de la literatura políticamente correcta. En ese altar nunca estuvo -ni hubiera querido estar- Leopoldo Marechal. La versión de Adrián Blanco, Hugo Dezillio y Germán Romero sobre Megafón o la guerra es necesariamente compleja porque la novela lo es y cuesta mucho trasladarla al teatro sin incluir sus personajes e instancias fundamentales. El relato, fuertemente metafórico, narra las dos guerras de Megafón, un combatiente de los campos terrenos y celestiales, en un deslumbramiento de imágenes literarias que aluden al derrocamiento del peronismo. Como en las otras dos, la novela prefigura siempre la presencia del pueblo como víctima, acusador, fiscal, juez y verdugo. Pero además en Megafón… hay rastros de aquella otra batalla célebre de la literatura universal que se libraba entre el cielo y la tierra en La rebelión de los ángeles, de Anatole France, uno de los diez nombres más grandes de la narrativa de todos los tiempos y de segura influencia en Marechal.

La propuesta del Centro Cultural de la Cooperación es rica y variada, a la vez que se han superado con buen criterio escénico los problemas que genera un texto base tan disperso. Megafón… no es desde luego una novela realista y por lo tanto no es posible reducir sus contenidos a una historia concreta, que son tan beneficiosas para el teatro. Quien no conozca nada de Marechal -sin duda la inmensa mayoría- debe dejarse capturar por el poder de las imágenes que la puesta propicia. Hay que admitir que Blanco y los demás se la jugaron muy fuerte al adaptar y luego corporizar en escena un texto ideal para leer pero lleno de obstáculos para mostrar. Sin embargo a medida que el espectáculo avanza la intensidad del colectivo interpretativo se hace sentir con fuerza y cuando la acción ocupa la totalidad del espacio (en el comienzo se ubica en el nivel más elevado y lejano) ya tenemos una experiencia coral atractiva. Es cierto que aparecen personajes diversos difíciles de vincular entre sí y con otros que arman la masa, el pueblo: Juan de Garay, indígenas, folcloristas, el coronel intendente -Julio César Proserpio en el libro-, el gran patricio estanciero, señoras, prostitutas y desde luego Megafón, el héroe narrador que proclama los estímulos de su lucha y remite al Orlando del romance bélico remoto. Es mucho, tal vez demasiado en el intento abarcador. Pero todo está hecho con instinto teatral, especialmente el Operativo Caracol, algo así como los círculos del infierno del Dante que se despliegan ante la platea como un típico burdel de los veinte, con sus vejetes impotentes y babosos y los célebres cuadros vivos (grupos de hombres y mujeres desnudos en poses de acoplamiento) del prostíbulo de Madame Safo en Rosario, que tanto incitaban la imaginación de Marechal.

El elenco tiene distintos niveles y para la importancia del proyecto se hubiera necesitado que todos fueran óptimos actores. No se logró, pero es necesario destacar la entrega de Germán Romero en Megafón, de Manuel Bello en sus distintos compromisos pero sobre todo como el intendente, de Melania Miñones asumiendo los dos roles femeninos clave, Patricia Bell (mujer de Megafón) y Lucía Febrero que tendrá también otra corporización en María Soledad Tuchi y Hugo Dezillio como Garay. Es cierto que la obra en su propósito de servir de vehículo a Leopoldo Marechal acumula y superpone napas que no siempre resultan de fácil asimilación. Pero no es menos cierto que en una escena alternativa donde abundan convocatorias que son apenas flojos ejercicios de actuación a veces amparados bajo el paraguas de algún nombre importante, este esfuerzo múltiple merece ser visto, descifrado y disfrutado.-