Memorias del subdesarrollo (Ahora somos todos negros)

Por Silvia Sánchez

Con muy buenas actuaciones y una puesta “poética”, Ahora somos todos negros, intenta hablar de los últimos años de nuestro país.

Fue Adorno quien dijo que después de Auschwitz no se podía hacer más poesía.
La sentencia -contundente como el propio genocidio- resulta quizás excesiva para hablar de Ahora somos todos negros, el espectáculo que -basado en poesías de diferentes autoras y llevado a escena por Leonor Manso e Ingrid Pelicori- se está presentando los días domingo en el Centro Cultural de la Cooperación. Pero con el riesgo del exceso a cuestas -más interesante de llevar, que el de la cautela- la frase puede darnos algunas pistas, siempre y cuando entendamos que es “complicado” homologar aquella situación a la que Adorno hacía referencia, con esta otra a la que apuntan Manso-Pelicori. Aunque a decir verdad: ¿hay cuantificadores para la tristeza? ¿maquinitas con estadísticas, para dictaminar que dolor se sube al podio?.

Ahora somos todos negros está -como ya dijimos- basada en textos poéticos de cuatro autoras: Diana Bellesi, Susana Villalba, Andi Nachon y Claudia Masin, las cuales intentan dar cuenta de la situación socio política de la Argentina en los últimos cinco años. Un collage que incluye cacerolazos, gases lacrimógenos, muertos, un helicóptero con presidente en fuga, tres o cuatro presidentes fugados sin helicóptero, exilios de amigos, enemigos, ex amigos, corralitos, hambre, cartoneros, piquetes, gomas quemadas y todo lo que la memoria de uno guarde, como signo del subdesarrollo.

Para las autoras (tanto de los textos como de la dramaturgia inspirada en ellos) la poesía es una ventana, una valija en donde el pensamiento se emocionaliza, “pura desobediencia civil”. Sin embrago, esa desobediencia a la que aluden -o esa poesía, que para las creadoras es lo mismo- está en la “puesta en escena” más que en la “puesta en palabra”. Si ante la evidencia del espanto (de cualquier espanto) es imposible seguir haciendo poesía, si -como diría Alejandra Pizarnik:- para que las palabras no alcancen es preciso una muerte en el corazón, estamos condenados a aceptar la sentencia desoladora de Adorno. O no: tal vez podamos soñar -ante el verbo mutilado- un relevo. Relevo que en este caso, llega de la mano del teatro: en los minúsculos gestos de las dos actrices, en la crispación de los rostros al decir, en las lágrimas resbaladizas, en los cuerpos acurrucados, en los fósforos que se encienden mientras ambas, pasan lista a las cosas en las que no creen.

En Ahora somos todos negros, la poesía está en la ceremonia teatral, en su puesta en escena pequeña, oscura, austera y triste, en las actuaciones tan contundentes como la frase de Adorno. A lo largo de toda la hora que dura el espectáculo, se escucha decir “gomas quemadas”, “barricadas”, “puentes”, “piedras”, “zapatillas colgando de cables”. Pero los tonos de las voces, los silencios, los matices, los cuerpos que las acompañan, suavizan esas palabras, las tornan poéticas.

¿Y si esta fuera la revolución, Amanda?, le pregunta un personaje a otro. Hablan de lo que ven: de lo que vimos todos no hace tanto. Pero uno podría formular la pregunta en otro sentido, uno podría -debería- darle crédito a la metáfora.
¿Y si la revolución fuera una resonancia en el aire ante una palabra dicha de manera exacta, un fósforo que se apaga y se vuelve a encender, un llanto que de golpe se seca y se transforma en risa?. ¿Y si el teatro de verdad fuera ese laboratorio de mundo en donde se cocinan las revueltas?.