Mi mamá no me mima mucho

Por Silvia Sánchez

Incrustaciones, se suma a la lista de un arte que bucea en la conflictiva relación padres-hijos.

Parece ser que la cuestión de las “familias disfuncionales” está de moda nomás. Parece ser que los padres -en todas las posibilidades que el significante permita-son un blanco de estos tiempos. Parece ser que el teatro

-ese laboratorio del mundo que ayuda a “entenderlo” más - ha elegido un abanico de cuestiones edípicas y aledañas para hablar de relaciones que desde lo familiar, ponen en crisis vínculos incluso mayores.
La omisión de la familia Coleman, Los padres terribles, Atendiendo al Sr. Sloane, entre otras, dan cuenta de lo anterior.

Incrustaciones, recientemente estrenada en el Teatro Alvear, se suma a la lista de un arte que bucea en la conflictiva relación padres-hijos, relación en la que el teatro metió sus narices desde su origen mismo (origen, que casualidad) a través de todas las estéticas y sobrevolando todos los almanaques.
Interpretada por Marilú Marini y Alfredo Arias -quien además es el responsable de la puesta y de la dirección- Incrustaciones retrata la relación triangular entre: a) una madre cruel b) un hijo sometido a una madre cruel y c) la mujer del hijo odiada por la madre cruel por ser la mujer del hijo de la madre cruel.

Con una estructura que arranca cinematográficamente a partir del uso de un flashback, Raimunda se dispone a contarnos -ya muerta- su pasado: como conoció a Patrick, como fueron sus días junto a él y a esa madre que solo destilaba –de la manera más natural- veneno, y como fue su muerte.

No solo la definitiva (producida un día en que ella nadaba tranquilamente en el mar y una hélice la decapitó), sino la cotidiana: la de jamás sentirse tocada, la de ser una “intrusa” en esa relación entre la madre y el hijo, la de las palabras hirientes y filosas, la de su soledad estruendosa, la de su tesis inservible y vapuleada como ella.

Ese gran relato de una muerta que se cierra también de manera cinematográfica a través de una especie de flash foward (Raimunda en el “hotel de los ausentes” mira por la ventana a su marido y a su suegra riendo a carcajadas sobre su tumba) está contado con una “austeridad escénica” que pone de relieve dos grandes aciertos: las actuaciones por un lado y por el otro, el texto dramático.

Por el lado de las actuaciones, Marini compone a Raimunda (hambreada de amor, medio tonta, con voz chillona y nariz gigante) y a la madre (ácida, posesiva, abyecta) con una solvencia actoral y una pregnancia escénica que le valen el lugar de reconocimiento que ocupa. Lo mismo que Arias en el personaje de ese “hijo-bobo” manejado por la madre que, con su andar de “marioneta”, otorga una imagen cristalina de su falta de autonomía.
En cuanto al texto de Chantal Thomas –parte de la obra La lectrice adjointe- es un muestrario de granadas hechas a fuerza de letras, un texto inundado de frases-pólvora que Marini -sobre todo en el rol de madre- lanza sin piedad. Cuando al texto se le ocurre un “cese del fuego”, se escuchan cosas más suaves y divertidas como el título de la tesis de Raimunda: “La evolución de la mujer en el mundo de los ferrocarriles”.

Con un maniquí todo el tiempo presente en escena que para Marini y para Arias es un modo de dejar en claro que lo de ellos no es el teatro ni naturalista ni psicológico, Incrustaciones pone en escena la relación víctima-victimario desde el lugar más doloroso que se pueda imaginar: desde el centro mismo de lo familiar.

Pero las granadas que arroja la madre, la anulación de ese hijo en tanto hombre y la persistencia en la humillación de Raimunda, causan una comicidad que para Marini es involuntaria ya que como ella misma afirma ”los personajes dicen cosas atroces pero ellos no piensan que eso provocará risa, creen que es normal hablar así, son inconcientes y de esa inconciencia nace la crueldad”.
La crueldad: territorio que muchos tienen naturalizado. Hasta que patean el tablero. O hasta que el ala de una hélice los decapita.