Ni en el barro se borra la huella shakesperiana…

Por Damián Faccini

Escrito en el barro, una adaptación de Otelo, que logra su cometido.

Adaptar Shakespeare a cualquier idioma que no sea el original, presupone de por sí un gran desafío. La música propia del lenguaje; la ilación de las rimas; los contrastes del texto primero se pierden casi por completo al momento de la inevitable traducción, más allá de la mano maestra encargada de semejante empresa. Trasladar Shakespeare a una época que no es aquella en la cual fue concebida y pensada la obra, también es dificultoso. Plantear un texto como OTELO en la ARGENTINA, en tiempos de la guerra con el Paraguay, con personajes que oscilan entre el MILITAR; el GAUCHO y el CAUDILLO CRIOLLO ya es algo que excede los límites de la imaginación misma.

Debo reconocer que ingresé a la sala con el prejuicio de enfrentarme a una adaptación con características mediocres, en donde el texto apareciera forzado, al igual que las relaciones entre los personajes en pos de justificar una puesta que ni el mismo director entendiera, pero para mi grata sorpresa todo resulto de la manera contraria. Si bien es cierto que el texto se ha perdido casi por completo y que de este tan sólo queda la línea argumental (en definitiva, el “qué”, “la razón de ser de la obra”) no podremos abandonar la certeza de que lo visto ha sido producto del “inventor de la humanidad” como Harold Bloom citara. La esencia de Otelo permanece viva durante toda la obra y al igual que comentáramos el año pasado con “Lisistrata Unplugged”; luego de aplaudir esta adaptación, uno sale aún con más ganas de conocer y devorarse el original.

Lejos de las grandes escenografías y pretenciosas puestas que cada tanto es más lo que presumen que lo que aportan al teatro under. Más allá de vestuarios costosos y recursos multimediales que de nada sirven ante textos maravillosos, “Escrito en el barro” plantea con hermosa economía de recursos la locura de los celos, la ambición desmedida, el poder otorgado por un Dios falible, la obsecuencia y toda una estructura que pende de un frágil pero simbólico “pañuelo de seda”. Y todo esto se lo debemos a la magistral puesta de Andrés Básalo, la acertada elección de percusión en vivo y de lugares y movimientos libres y no del todo definidos para los actores (quienes por momentos nos dan mas de una sorpresa) dotando de un dinamismo particular y violento pertinentes al carácter y espíritu de la obra. Daniel Dibiase compone un “Santiago-Llago” creíble y cargado como un ristretto. El resto de los actores acompañan de manera equilibrada su gran trabajo. Sin caer en pensamientos pacatos y fuera de época, en medio de tanto experimento teatral que resulta en un tedio insoportable y falto de todo contenido, conflicto y por sobre todas las cosas: drama, “Escrito en el barro” nos invita a reflexionar si acaso en el mero juego de la improvisación y lo innovador no habremos perdido la esencia misma del teatro, esencia que desaparece en el barro ante el primer roció de la mañana.