Ni estan todos los que son, ni son todos los que están.

Por Rómulo Berruti

Comentario de Rómulo Berruti de Enrique IV.

La muy antigua y conocida frase del título que alude al maniciomio y los locos, es en alguna medida la sustancia del teatro pirandelliano. El extraordinario autor siciliano que padeció en carne propia la demencia de su esposa, hizo de la locura un bisturí para explorar la condición humana. Sobrevuela en varias obras suyas, pero es la médula de El gorro de cascabeles y Enrique IV.

En ésta, ahora resucitada en el San Martín, un aristócrata cae de su caballo cuando simula ser el remoto rey germano y queda fijado en ese personaje. Más de veinte años después, amigos que lo secundaron en aquella mascarada lo visitan en su residencia, donde un grupo de sirvientes contratados para acompañar su delirio viste como él ropas de época y habla de temas medievales. El arribo de la comitiva hará saltar los resortes de un juego perverso. Llegan para observarlo y burlarse, casi como un entretenimiento frívolo más, similar al de la cabalgata carnavelesca que desató la tragedia. Pero como en un truco de prestidigitación -para los cuales Pirandello es un maestro consumado- se abre la trampa del cazador cazado. El loco se ha curado y aunque mantiene vive la farsa, sorprende de pronto a sus amigos normales haciéndoles ver que su cordura es frágil: se han vestido de nobles y clérigos para sumarse al mundo de un orate y lo han hecho quebrando toda la prudencia del equilibrio mental. ¿Quién es el loco? Y además, los fantasmas del viejo amor reviven ante la presencia de la marquesa Matilde, cambiando velozmente las figuras del retablo. Pero bien, el amigo está sano ahora, festejemos. En un fugaz tumulto de abrazos falsos, brilla un puñal y Tito Belcredi, el villano cínico de la historia, cae herido de muerte. Enrique, sentado en su trono de utilería, cerrará el drama con la famosa frase “ahora sí, todos juntos...” Locos y cuerdos, un único magma de pasiones insatisfechas. Como Ciampa: “ahora me calzo hasta las orejas el gorro de cascabeles de la locura...”

Es un placer reencontrarse con el texto de Enrique IV, una obra estupenda y muy pocas veces representada. El trabajo de Rubén Schuchmacher buscó con acierto conservar el original sin grandes mutilaciones y montar a la vez un espectáculo atractivo de cauta duración, una hora y media. La traducción encomendada primero a Luis Gregorich recayó en Ingrid Pelicori y Daniel Brarda, tal vez más próximos a los planes del director y efectivizada en diálogos bastante frescos y actuales, sin llegar a ser localistas, que sortean -cuando pueden- reflexiones densas que son la savia de la obra. La puesta por su parte no puede evitar el lastre de largo preámbulo, una primera escena destinada a ubicar al espectador en la farsa que verá. Pero zafa después cuando Enrique se hace dueño la situación y se dispara el juego del gato y el ratón. Alfredo Alcón brinda un protagónico notable, contenido y profundo, demostrando no sólo el enorme oficio que le conocemos y la dimensión trágica que monopoliza, sino también mucha inteligencia en la asimilación de las intenciones de Pirandello. Disfrutarlo fue, de nuevo, una fiesta. Los aciertos se extienden al resto del elenco, donde brillan Elena Tasisto (marquesa Matilde) y Horacio Peña (barón Belcredi), aunque oímos a veces un poco disonante a la Frida de Analía Couceyro. Muy sobria en base a paneles movibles, la escenografía de Jorge Ferrari.

Asistir a la Casacuberta significará, más allá del atractivo escénico, asomarse a un dilema esencial que sin darnos cuenta, transitamos a diario: ¿dónde empieza la ficción y claudica la realidad? ¿Cuántas veces al día nos ponemos y quitamos la máscara que conviene? Eso y no otra cosa es el glorioso teatro de Luigi Pirandello.-