Nina, una historia (y un teatro) que miran hacia atrás.

Por Rómulo Berruti

Nina, del español José Ramón Fernández es un retazo de la memoria que regresa a la superficie.

Sacudido por la muerte súbita de Héctor Malamud, uno de sus actores, el espectáculo de Ciudad Cultural Konex consiguió reemplazo de urgencia, acomodó esta nueva pieza de la mejor manera posible y estrenó casi en la fecha prevista. Nina, del español José Ramón Fernández -un autor y estudioso de rica trayectoria en su país, premio Lope de Vega por este título- es un retazo de la memoria que regresa a la superficie cuando la protagonista aparece de pronto en el pequeño balneario fuera de temporada. Y también fuera de horario y en medio de un aguacero. Es otoño, el hotel no funciona ya pero su propietario de siempre la recibe y la reconoce. Se quedará en un intento fallido de descansar hasta el tren de las ocho. Porque ni ella tiene paz en su equipaje ni el pasado mecerá su cuna. Al llamado del viejo Esteban acude Blas, ex marido de la recién llegada y con él es inevitable que la bobina corra hacia atrás. Nina es una hoja en la tormenta, una actriz sin cartel, una mujer joven con velas pero sin ancla, un ser acosado por el fracaso que no reniega para nada de la ginebra y los barbitúricos. En un texto de duración razonable (hora y veinte) que amenaza no parecerlo, la obra despliega una historia que el teatro ha transitado hasta el agotamiento y se apoya en una dramaturgia igualmente pulida por el paso de los años. De a ratos la comodidad notoria de los puntos de apoyo elegidos hacen pensar en varias películas argentinas recientes que resolvieron crear atmósfera y achicar presupuesto con el mar en invierno, pero sin lograr con eso filmar cine bueno y atrapante. En Nina no sucede nada capaz de hacer que el espectador se interese, todo se agota pronto y quedará sólo la machacona revisión del ayer con recuerdos dudosos y fotos reales. La supuesta vinculación de Nina con su homónimo de La gaviota chejoviana no se menciona en el programa de mano y desde luego, no se adivina en la obra. Sin anzuelo, serán el director y los actores quienes deban tornar habitable ese rincón castigado por las olas pero también por la soledad.

Jorge Eines es un hombre de teatro que trabajó bastante en Argentina antes de exiliarse en Madrid en el 76: montó su escuela de teatro allí, dirigió en aquellos escenarios y ahora él trajo esta obra para reanudar un contacto artístico con su tierra. Como a Nina, el viaje le deparó una mala pasada (la muerte de Malamud) pero cumplió su compromiso y la desgracia llegó cuando la puesta ya era un hecho. Eines es un profesional y se nota, pero con un esqueleto argumental tan frágil su camino era la gestación de un clima nostálgico apoyado en cierta poesía dramática que se hace, sí, con sonido ambiental pero sobre todo con delicados equilibrios. Esto no aparece por lo cual sin esa cuerda de violín tensada y pulsada con maestría, el espectáculo tropieza en sus propios bordes sin limar. Tampoco le ha sido posible tallar fino el desempeño de su elenco. De lejos el lucimiento es para Heidi Steinhardt –que viene de un gran triunfo personal con El trompo metálico- no sólo porque es el papel dominante sino porque sus cualidades superan al resto y ella aprovecha sin desperdicio un desafío vetusto en la escena, componer a una alcohólica. Pablo Razuk intenta estar a su altura pero a su dibujo le faltan sensibilidad y sutileza. Además tanto él como Eduardo Ruderman, sometido a un “toro” de doble responsabilidad, no se ubican en el medio tono y esto es al mismo tiempo un debe en la cuenta de la dirección: o no se les entiende bien o llegan al grito chirriante. Jorge Ferrari armó una escenografía discreta y funcional, sin hallazgos.-