Pasajeros de una pesadilla

Por Rómulo Berruti

Un gran texto de Griselda Gambaro decodifica la rutina de matar.

La trituradora cotidiana de la información, sobre todo la visual, tiende a un fenómeno de adormecimiento de la conciencia. Reducida a flashes y con textos de fondo muy superficiales, la noticia de cualquier masacre inspirada por el apetito de poder nos golpea unos segundos y luego desaparece. Aunque las imágenes sean duras, se van en un soplo, reemplazadas por un chisme frívolo o los goles del día. La prensa gráfica es menos frágil, pero también mucho menos consultada. La matanza de Beslan fue una de las represiones de las tropas rusas contra los rebeldes chechenos -hubo decenas, incluyendo el público de un teatro y sin contar los bombardeos diarios a Chechenia- pero ésta ocurrió en una escuela y murieron cientos de niños. He aquí el horror suplementario. Y es el episodio que generó La persistencia, último estreno de Griselda Gambaro, esta vez de nuevo en el San Martín. Las cualidades de la autora son ampliamente reconocidas dentro y fuera del país, siendo tal vez la única firma dramatúrgica instalada en el ámbito internacional con rango de límpida maestría sin concesiones localistas. Griselda siempre eludió con gambetas brillantes los lugares comunes y sobre todo, los cebos sentimentales, pese a lo cual fue aplaudida. Tampoco convirtió nunca con la mano esperando que fuera una mano devenida de humana en divina. Es una intelectual en el sentido menos bastardeado del término y lo pone de manifiesto en este texto. Sí hay que señalar la sustancia literaria profunda en detrimento de la dinámica escénica, porque esta obra tiene lazos muy firmes con los relatos y las novelas de la autora, bastante menos con los resortes de su teatro. Claramente libre de esta preocupación, Griselda escribió movilizada por una tragedia real y desplegó sobre el escenario de la Casacuberta una tragedia de ficción pero ya filtrada de las acciones de la muerte como noticiero o documental. La pieza tiene como centro a Zaida, una mujer joven que encuentra a su hijo destrozado en ese baño de sangre. No caben en este dolor inconmensurable ni el llanto ni el estupor, que han quedado escondidos, acaso para un futuro remoto cuando la sensibilidad de madre pueda reconstruir la imagen del hijo sobre un espejo roto. Ahora sólo prevalecen el odio, la furia, la venganza, las acciones del costado más duro de la condición humana donde no hay desde luego sitio para el perdón pero tampoco para la ternura y el amor, que en este escenario serían una cursilería casi repugnante. Ella y los personajes masculinos están encerrados en una caja de vidrio como la de los entomólogos, para que nos asomemos y veamos un ritual violento de pinzas y aguijones. Allí seguirán, pensamos, cuando nos hayamos ido.

Cristina Banegas, gran artista y gran profesional -virtudes no siempre simultáneas- muy cercana al mundo de Gambaro, elaboró una puesta que debe respetar la falta de acciones y situaciones sorpresivas (recurso netamente teatral) para zambullirse en la hondura de Zaira hasta el vértigo, hasta la médula. Había que obtener esencia dramática casi en estado puro y lo consigue, a la vez que ambienta con Graciela Galán imponiendo una mezcla de ascetismo y rara belleza. Es de alto valor la interpretación de Carolina Fal, una actriz de enorme intensidad que sabe latir como la gran masa energética del espectáculo. Por debajo quedan, tal vez inevitablemente, los desempeños de Gabo Correa y Horacio Acosta, en tanto Sandro Nunziata (también responsable del entrenamiento físico) marca una presencia quieta en un fondo iluminado a lo Lindsay Kemp.-