Petit Hotel Chernobyl

Por Damián Faccini

Cuenta la historia de cuatro mujeres que sobreviven en una pieza.

De un tiempo a esta parte una gran porción del teatro under (independiente o como quieran llamarle) ha decidido incursionar de manera experimental con un estilo, una voz propia y una estética llamativa, muy cercana al pateticismo. “Llanto de perro”; “Un amor de Chajarí”; “El 52” y esta pieza: “Petit Hotel Chernobyl” nos internan de modo claustrofóbico en ambientes cerrados, cubículos asfixiantes y roñosos, claramente enmarcados desde lo escenográfico y condimentados con estereotipados personajes.

Los límites que plantea la puesta en escena son los mismos que sufren los protagonistas de estas historias; la iluminación es la poca luz que les muestra (o no) lo trágico de su tiempo presente, pasado y futuro. No hay una música instrumental o bella sino los ruidos, sonidos y quejidos provenientes de las alimañas, sus entrañas y conciencias. Cada objeto no es fruto del buen gusto de un ambientador sino de lo justo y necesario con que los protagonistas cuentan para vivir. El espectador sufre todo esto visceralmente. Aplaude por no arrancarse la piel y ríe por no llorar sangre. Dan ganas de ayudar, pero hasta ahí. Uno tiene miedo de meterse y NO VOLVER A SALIR. Son grotescos que hieren y lastiman, que no dudan en presentar cuerpos esqueléticos, fetos y asesinatos en escena. Es todo aquello que la llamada televisión verdad quiere pero jamás se animaría a mostrar. Es un teatro que provoca nauseas y repulsión.

PETIT HOTEL CHERNOBYL, desde una puesta clara y precisa junto a sus particulares personajes nos cuenta, la historia de cuatro mujeres que sobreviven en una pieza. Una pieza que bien podría encontrarse en la Argentina o en la Luna, pero que al estar cargada de guiños meramente nacionales se nos vuelve aún más difícil de digerir. Una joven autista que mastica soliloquios incomprensibles encima de una cama de la que solo sale para ir hasta la vereda o la terraza. Una maestra que recuerda sus días de trabajo como un infierno mayor que su presente, cantando en clave de ópera la marcha de San Lorenzo. Una aspirante a tenista a quien ya se le pasó el cuarto de hora y una entrenadora que posee quizá el único atisbo de esperanza que puede salvar esa situación.

Se podría decir, que de manera simbólica, cada personaje representa a un tipo de argentino. La “autista” no está muy lejos de nuestros jóvenes sin esperanza ni horizonte visible y duerme, al igual que ellos, una “mona” interminable. La “maestra” es el conjunto de valores perdidos, algo que se ve claramente expresado cuando en voz alta e indignada pronuncia -. azul un ala, del color del cielo, azul un ala, del color del mar, ¿por qué no pueden entender un verso tan simple como ese?”. La “tenista” es el ser mediocre que con modelos para armar quiere llegar pero no puede y sueña desde piezas como estas, sin posibilidad alguna, perdiendo cada minuto de su vida entre inventos, ideas de negocios imposibles y quimeras más tristes que la lotería. Finalmente la “entrenadora” representa la fuerza de voluntad, la corrupción que aparece como medida desesperada para lograr las cosas, moviendo lamentablemente la empantanada maquinita burocrática y de poder.

Todo esto, llevado con un ritmo por momentos demasiado lento y carente de un elemento vital en el teatro: CONFLICTO. Los personajes (representados convincente y pasionalmente por los actores), claros en sus rasgos y actitudes, chocan contra un texto de cierta flojedad en el planteo dramático. Las historias no se hallan definidas del todo. No existe un principio y nudo armónico. Asimismo, constantemente nos sobreviene la duda acerca del origen de cada una de esas criaturas y el porque del lugar que ocupan en la vida. Algo que no sabremos nunca, porque la mano del autor no nos lo permite, arribando a un desenlace simplista y vacío.