The Pillowman, un fuerte desafío en varios sentidos.

Por Rómulo Berruti

Buenas ideas y cierto encanto de fábula maldita. Por Rómulo Berruti

Con mucha chapa internacional, grandes críticas en Londres y Broadway, éxito de taquilla, cierta reconsagración teatral de Jeff Goldblung, no poca sorpresa del público desprevenido y un gran texto llegó The Pilowman (el hombre almohada) al Multiteatro. La pieza del británico de orígen irlandés Martin McDonagh –un autor de moda- maneja con desparpajo un teatro difícil, creativo y largo. El texto, brillante y lleno de hallazgos, gira en torno a una situación base: un escritor jóven, Katurian, abre la escena en el momento en que acaba de ser detenido para un interrogatorio por dos policías típicos, llenos de arrogancia, burlas y amenazas. Se lo acusa de haber instigado (¿o cometido?) varios horrendos asesinatos de niños que involucran también a su hermano Michal, débil mental. Katurian escribe cuentos tétricos, breves alegorías que parecen nutrirse de la sustancia tradicional del relato para chicos pero que encierran en su devenir y remate un viscosa perversidad. Los policías atesoran todos los originales y los han usado como pistas para recorrer un intrincado sendero psicótico. Sus conclusiones y los recuerdos del Katurian remiten a escenas complementarias -pero no secundarias- donde los padres de ambos hermanos, la triste enfermedad de Micha y por encima de todo la muerte son protagonistas. En un diseño escenográfico muy sugestivo y probablemente tomado de la puesta original inglesa, dos escenarios pequeños se iluminan al fondo y en lo alto para graficar con sabiduría plástica estas pesadillas que son mojones para ir entendiendo la compleja trama. Así sabremos que Micha, demencial pero fiel y prolijo lector de Katurian, podría ser el autor inimputable de los asesinatos cuya ejecución sigue el diseño de los cuentos. Según este esquema, quedaría un solo y verdadero culpable, el que soñó y escribió esos crímenes. En el otro ángulo del cuadro pero componiendo la misma figura, está la personalidad tortuosa de los investigadores que admiten haber sentenciado a muerte a su prisionero, sin juicio previo. La conexión de estos represores con algunos elementos enervados de la conducta de Katurian proyecta un efecto espejo de alcances bastantes obvios y hasta pueriles, pero le sirve al autor para reforzar las patas en las cuales se asienta su propuesta.

The Pillowman es una obra que abunda en buenas ideas y que se nutre además de una semilla literaria que en algunos segmentos aporta ciertos encantos de fábula maldita (la índole misma de los cuentos, los pantallazos que grafican el mundo tenebroso del escritor, el fílmico de la niña-Jesús) pero que peca asimismo de cierta petulante arrogancia como para permitírselo todo. Por ejemplo, la reiteración machacona de juegos verbales sobre los mismos asuntos, defecto que se hace visible no sólo en el interrogatorio de a ratos tedioso sino en las excursiones internas del protagonista y su conflicto familiar cuya insistencia obligaría a recordar que es Micha y no el público el débil mental. Tampoco puede computarse como un acierto la duración total de dos horas y media con un intervalo de quince minutos, pausa enemiga en general de la continuidad pero más en este caso porque mutila la tensión creciente con que finaliza el primer acto. Ví el espectáculo en una función normal de sábado, llena de fans de Pablo Echarri y Carlos Belloso que reemplazaron el pochocho del cine con golosinas del sobreviviente “caramelo, bombón helado”, o sea televidentes que matizaron con toses en cadena casi todo el transcurso del segundo acto. Sin embargo, me atrevo a una apuesta en favor de la buena marcha de The Pillowman porque el magnetismo de estas figuras es poderoso y en especial porque están en general muy bien sin excepciones. Echarri se juega entero como actor en Katurian, personaje tortuoso y lleno de trampas, las que él siembra con sus marchas y contramarchas pero también las que le tiende el papel al actor. Inteligente y con entrega, seguro como timonel, incorpora en este desafío una medalla grande a su carrera. Carlos Belloso siempre tiene al espectador en un puño, ya se sabe. Pero si bien su composición tan repetida sin duda será de ayuda para el negocio porque nadie puede hacer Micha como él, no lo es para la estructura general de la puesta donde a veces uno querría que no marque tanto el dibujo. Vando Villamil, un excelente intérprete, vuelve a serlo aquí asumiendo a Ariel, el malo-bueno en esa escultura bifronte que arma con Topolski, el bueno-malo a cargo de Carlos Santamaría. Ambos se sacan chispas por la calidad de sus trabajos. Debe ponderarse el minucioso cincelado de dirección de Enrique Federman, muy exacto en cada detalle de puesta pero del mismo modo en la marcación de actores. Creemos que debieron ser más destacados los interpretes de apoyo, apenas mencionados con un agradecimiento en el ángulo inferior derecho del programa de mano y sin especificar sus roles. Lo que hacen es poco, pero imprescindible. Le caben a Negrín-Schargoredsky los logros de una ambientación despojada pero intensa que seduce con los ya mencionados nichos superiores que brindan un efecto indiscutible. Producción de nivel y actuaciones de alto vuelo apuntalan este fuerte desafío que lo es en varios sentidos.