Reloj, deten tu camino...

Por Rómulo Berruti

Y muchas veces nos dan el gusto: se detienen. Pero el tiempo, no. La malasangre de Griselda Gambaro es un texto áspero, escueto y a veces feroz que relata una historia ambientada en una casona de Buenos Aires en la época de Rosas. Su amo es la corporización misma de lo autoritario. Tiene una esposa, una hija y un criado especial, malvado en su sumisión, que actúa como brazo ejecutor. El amor no ya temerario sino suicida de la hija hacia su preceptor, un jorobado a quien se martiriza sin motivo, desatará una nada sorpresiva represalia. En el 82, cuando se estrenó en el Olimpia, el tema funcionaba como metáfora certera del gobierno militar. Vapuleado en Malvinas y con el estigma del incendio del Picadero encima, el régimen debilitado era blanco perfecto para el teatro. Y el público saludó con aplausos y gritos estruendosos aquella noche muchas frases del diálogo, pero en especial el alarido final de la heroína: “Aquí seguirá imperando el silencio...¡pero el silencio grita!”.

Esta coyuntura hoy no existe. El ominoso ruido de los carros que transportaban cabezas de unitarios no es más que un efecto y la maldad del patrón un cliché. El tiempo ha galopado sobre La malasangre y no sólo desde lo ideológico. La obra llega como una pintura de museo, engalanada con el rojo escarlata que impera en los atuendos femeninos (pecando además de cierta obviedad alegórica), quieta y rígida, elementos acentuados por la puesta. Laura Yusem volvió a dirigirla congelando adrede las emociones y trabando los movimientos, sin que esta opción haga refulgir el texto. Gambaro es profunda, intencionada y certera, algunos parlamentos mantienen su calidad de orígen. Pero el espectáculo no moviliza. Influye el desempeño de los intérpretes, en general dificultoso, algo falso e incómodo. Lorenzo Quinteros –el villano- está muy lejos de tantos trabajos atractivos que jalonan su trayectoria. A Joaquín Furriel le queda grande el personaje, esa especie de cordero sacrificial que recuerda de a ratos al célebre Esopo de La zorra y las uvas. Luis Ziembrowski, un muy buen actor, no consigue eludir algunos lugares comunes de esos monstruos prefabricados de las viejas películas de terror. Cuidando mejor lo suyo, que no es mucho salvo en la escena de cierre, vimos a Catalina Speroni y muy convencional al marido predeterminado, que encarna Leonardo Saggese. El instinto y la garra que tiene Carolina Fal la salvan en el protagónico, un papel riesgoso por ciertas ambivalencias que determinan su conducta. Sobria y elegante, la ambientación de Graciela Galán.-