Sin duda, la más vieja del mundo

Por Rómulo Berruti

Poco menos que imprescindible durante varias décadas, el teatro de George Bernard Shaw fue barrido hace mucho por nuevos vientos.

Poco menos que imprescindible durante varias décadas, el teatro de George Bernard Shaw fue barrido hace mucho por nuevos vientos. Fundador del teatro de ideas, socialista convencido, vegetariano saludable y de una inteligencia infrecuente, zarandeó a la sociedad de su tiempo haciendole perder la compostura. Usó la escena como tribuna, fustigó la distribución perversa de la riqueza y se atrevió con temas inabordables para los demás. La profesión de la señora Warren, escrita en 1894, es nada menos que el descubrimiento público de la prostitución como negocio “honorable”. Se estrenó en Nueva York en 1905, con prisión para el director. Y se comprende. Su protagonista es una dama bien posicionada que hizo y sigue haciendo su fortuna con una red de lenocinios. Durante la obra, su hija sabrá la verdad en doble dosis: la endulcorada –hipocresía recubierta de cinismo de salón- de boca de su propia madre y la muy amarga a través de un pretendiente viejo y despechado. Antes de partir, Sir Crofts le informará que su enamorado es en realidad su medio hermano. Cien años después, el texto peinado por la traducción transporta como puede su carga conceptual, Shaw es teatro por donde se lo mire pero todo mensaje moralista –o al menos, principista- conlleva un discurso. Lo curioso sin embargo es comprobar que la trama sigue funcionando. El público, libre en general de prejuicios culturosos, recibe el impacto de las revelaciones más fuertes y casi aplaude cuando Crofts, cerrando su metralla de novedades dolorosas, le dice a Vivie “si usted quiere conocer sólo gente honesta deje este país”. La puesta de Sergio Renán, quien reemplazó a Norma Aleandro, no abunda ni se demora en honduras psicológicas que poco y nada tienen que ver con Bernard Shaw, pero tampoco enfatiza la proclama básica: las prostitutas son hijas de la miseria. Y hace bien, porque el mismo autor dibuja en la señora Warren a una codiciosa sin límite que superó hace rato la frontera del hambre. El espectáculo, por momentos demasiado lineal, adquiere así un valor casi didáctico presentando un texto notable para gente que no lo conoce. Los cambios obligados de escenografía –de lucimiento escaso para Héctor Calmet- obligan a un dos apagones y un intervalo, pero los intérpretes remontan con buenos recursos cualquier peligro de empantanamiento. Claudia Lapacó tiene oficio de sobra para la señora Warren, aunque no es un papel para su cuerda: con prudencia, eludió la tentación de la fioritura que tanta gracia suele provocar en la platea. El verdadero protagónico, Vivie Warren, encontró un excelente vehículo en Eleonora Wexler, quien supo trasmitir con fuerza su patrimonio más buscado, la dignidad, virtud bastardeada por su madre. Un notable trabajo es el de Aldo Barbero en Crofts, personaje clave bien entendido y asumido: tiene con Wexler el mejor momento de la noche. Demasiado exterior y marcado vimos al Frank de Claudio Tolcachir, observación válida asimismo para el reverendo a cargo de Juan Carlos Puppo. La profesión de la señora Warren, la más antigua del mundo, no es en esta versión el mejor mensajero de un genio como Shaw, pero brinda la chance de escucharlo nuevamente. Todo un disfrute hoy no demasiado a mano.-