Un extraño caso de pertua lozanía

Por Rómulo Berruti

Estrenada hace casi un siglo por Gregorio de Laferrère, quien ya había sorprendido a todos con Jettatore y Locos de verano porque era un gentleman de club y no un hombre de teatro, Las de Barranco viene arrastrando ese efecto sorpresa hasta hoy.

Estrenada hace casi un siglo por Gregorio de Laferrère, quien ya había sorprendido a todos con Jettatore y Locos de verano porque era un gentleman de club y no un hombre de teatro, Las de Barranco viene arrastrando ese efecto sorpresa hasta hoy. No por la vigencia de su problemática –aunque forzando la analogía podría encajar en algunos derrumbes sociales contemporáneos- sino sobre todo por su contundencia teatral. Sus diálogos y situaciones siguen impactando. Allí está el mecanismo intacto, sólo hay que ponerlo a andar. Doña María, la viuda del capitán Barranco, ha quedado sin herencia, con magra pensión militar y tres hijas solteras. La casona que habitan no disimula esta falta de dinero, pero adentro se disimula. Están el balcón a la calle para que las chicas se muestren y los regalos que traen sus pretendientes. La matrona, jaqueada, no vacila en usar a sus hijas como cebo. No las vende en forma directa, pero las mueve sobre el tablero de sus necesidades más apremiantes. Y la dama de este ajedrez, la llave maestra, es Carmen, porque todos la prefieren. Ella sufrirá en especial el juego sórdido de lucirla y escamotearla según convenga. Su verdadero amor, el pensionista Linares, poco cuenta. Las frustraciones de sus hermanas, en especial de Pepa, la mayor, la que parece quedará para vestir santos, tampoco. Sólo se vive allí para Rocamora –un trepador desagradable- y Barroso, un comerciante tirando a zonzo. Cargados de paquetes, se alternan en sus ardores por Carmen. Como en los calores de verano, se huele una tormenta. Y vendrá, sincerando de golpe tanta hipocresía y dejando entrar por el balcón un soplo, acaso tardío, de aire limpio. La versión de Oscar Barney Finn es interesante. Acentúa el lado más oscuro y menos festivo de este retrato social, mueve la obra sobre una excelente escenografía de Guillermo de la Torre cuyos tonos oscuros, sus pátinas corridas y manchas de humedad contribuyen tanto a contar la historia. Pero además plasma un final distinto y audaz. Hay una idea clara en esta resurrección y eso se nota. Pero hay también desniveles de marcación que abren líneas demasiado diferentes del trabajo interpretativo. Alicia Berdaxagar, una gran actriz en cualquier desafío, recibe y acata una consigna de dolor mordido, íntimo, venenoso. Sin los estallidos autoritarios que hemos visto tantas veces, dibuja su doña María en un tono bajo y amenazante. Ella marca el clima. Las hijas tienen su punto más alto en Victoria Carreras, Pepa, personaje al que ilumina de a ratos con un odio que sale de muy adentro para darle una máscara temible. Paula Canals, Carmen, buscó quizás con buen criterio la protección de una naturalidad cotidiana que sabe dosificar, aunque tiende a disminuír a veces el volúmen de su humillación. Es un papel difícil, que fluctúa entre el bochorno y el halago. En una zona intermedia se mueve Manuela, la menor, bien manejada por Verónica Piaggio. Los dos pretendientes caen, equivocadamente, en la caricatura. El Rocamora de Tony Vilas –un excelente actor- se ve a veces incómodo dentro de la composición, trabado por una falta innecesaria de relajación y soltura. Más evidente aún en Ricardo Talesnik, esta elección transforma a Barroso en un títere cómico que no va. Libre de todas esas ataduras, Juan Palomino se luce en Linares y emana con fuerza de él esa presencia masculina legítima que las Barranco necesitan: es el suyo un muy buen desempeño. También Paulo Brunetti salva con buenos recursos a Morales y tiene además planta y voz, esos dos tesoros para el escenario. Sin exigencias notables, Lucrecia Blanco transita bien a Petrona: muy bonita, tal vez Carmen esté esperándola en algún recodo del camino. Son buenas apoyaturas Sella Galazzi y Néstor Ducó. Las de Barranco, siempre viva, seduce de nuevo, esta vez en el Cervantes.