Un Hamlet pueblerino

Por Rómulo Berruti

El caso de Francisco Defilippis Novoa es atípico dentro del teatro argentino.

El caso de Francisco Defilippis Novoa es atípico dentro del teatro argentino. Sus obras recorrieron varios senderos expresivos y desembocaron en un vanguardismo prematuro para su tiempo. Esta circunstancia y su muerte a los cuarenta y un años a principios del 31, le impideron gozar del éxito que sí saborearon algunos contemporáneos suyos. Lo que acaba de estrenar el Cervantes no participa de la etapa renovadora –que en rigor comienza en 1925 con Tu honra y la mía- sino del realismo romántico que cultivó hasta entonces. En 1922, Los desventurados pasó como una pieza más de aquella temporada. Sin embargo, su exhumación permite reencontrarse con un dilema de conducta que nutrió todo su teatro y con una construcción de gran vigor que delata influencias de Florencio Sánchez en la intensidad y de Ibsen en los contenidos más profundos y ambiciosos. José es algo así como un Hamlet pueblerino, que basureado por la traición de su mujer y su mejor amigo, no encuentra decisión para la doble muerte que el honor exige. Y como a veces cuando no se puede enfrentar la noticia demoledora se aniquila al mensajero, José –que no cuenta con el aliento del fantasma de su padre- dirige el disparo hacia Eduardo, que no lo ofendió pero le puso el espejo delante. Lo interesante del espectáculo es la arqueología saludable que las salas oficiales están en condiciones de abordar. Y el desafío que supone. Sin las búsquedas de El alma del hombre honrado y por supuesto, He visto a Dios, este Defilippis algo atormentado –en el cual sólo de modo muy forzado se pueden inferir premoniciones acerca del devenir político argentino- le permitió a Luis Romero recuperar esos climas tan frecuentes en la primera mitad del siglo pasado, hoy novedosos para mucho público. La diferencia con aquellas puestas es que Romero busca la tensión interna dentro de una notoria cautela gestual. En una línea mucho más cercana a las pautas de trabajo actuales, la rutina aparentemente normal de una situación cotidiana esconde un bomba de reloj. Hay en esos personajes algunos que saben y otros que saben que aquellos saben. Y en la adaptación, basta un latigazo de odio para mostrar el drama en su totalidad. Rubén Stella en José alcanza valiosos decibeles de violencia contenida y muestra su angustia ante una flagelación humillatoria constante por parte de casi todos: aquí el autor ya preanuncia un misticismo nutrido en la vergüenza y el dolor de poner la otra mejilla. Excelente Horacio Roca en Eduardo, ese incómodo testigo, casi un oráculo de la tragedia que se avecina, papel que compuso con muchos sobreentendidos interiores. Millie Stegmann le dio mucha verdad a la confesión cruel de Adela en la escena final, con entrega y dualidad afectiva (desprecio y cariño a la vez por el hombre al que abandona). Estupendo en su composición Osvaldo Bonet, un anciano borrachín donde luce apenas una parte de lo mucho y bueno que sabe hacer. Hugo Cosiansi también le otorga a Alberto –el amante- el vigor y la impaciencia de quien necesita llevarse ya mismo lo suyo. Menos feliz y cumpliendo con lo justo, el Eulogio de Alejandro Rattoni. Simple y rústica, muy adecuada, la ambientación de Patricio Sarmiento. Los desventurados va en la sala Orestes Caviglia del Cervantes.