Una comedia urticante

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Por Fabián D´Amico

El hijo de puta del sombrero es una pieza ácida que necesita de un público propicio y predispuesto para su disfrute.

Hay comedias brillantes cercanas al vaudeville con ritmo sostenido y alocado. Las hay dramáticas, con enfoques psicológicos o temáticas sociales que reflejan situaciones conflictivas tanto de la sociedad como del seno familiar. Pero también existen comedias negras, ácidas, donde la risa nace de los nervios que le provocan a la audiencia las acciones dramáticas que se viven sobre el escenario. Dentro de este último subgénero podemos encuadrar a “El hijo de puta del sombrero”, obra estrenada en el 2011 en el off-Broadway y nominada al Tony como mejor obra.

El cuento es sencillo aunque la trama tenga varias lecturas. Mario salió de la cárcel y está con libertad condicional. Enamorado de Valeria, su amor desde la escuela primaria, hace todo lo que está a su alcance para reformarse y mantener a flote esta relación un tanto enfermiza con su novia cocainómana. Un día encuentra en la casa de Valeria un sombrero de hombre que no le pertenece y este simple elemento desata una serie de situaciones violentas que harán el sustento dramático de la pieza. Mario recurre a Esteban, su padrino de Alcohólicos Anónimos quien es un adicto recuperado del alcohol pero enviciado de tipo de sustancias naturistas y medicinas alternativas, para que lo ayude a controlar su ira y celos. Al trío protagónico se le suma la mujer de Esteban y el primo de Mario, todos dispuestos a brindarle socorro al desdichado protagonista y lograr que todo llegue a buen puerto.

Mentiras, engaños, violencia explicita y de género, amigos que no lo son y otros incondicionales, seres superados que rompen códigos y personas básicas con valores verdaderos. Un variado abanico de puntos de vista desde donde analizar la obra de Sthephen Adly Guirgis, con un final que pude leerse como un happy end o la confirmación de la enfermedad de los protagonistas.

Jorge Luís Borges argumentaba que hay que usar los adjetivos lo menos posible- y si no se usan en absoluto, mejor,-ya que restringe el uso de la imaginación del lector. Siguiendo la máxima del maestro, se puede adjetivar a esta pieza diciendo que es urticante. “El hijo de puta del sombrero” es una pieza que incomoda, que da escozor, que molesta. No solo por la violencia de las acciones sino por el vocabulario de la versión local, responsabilidad de Mallorens y del Pino. El uso de expresiones groseras y reiteradas referencias a la genitalidad masculina y femenina en sus más variadas acepciones da marco preciso al extracto social donde transcurre la acción, pero el abuso de recurso quita eficacia y ritmo a la trama y lo que en principio resultaba sorpresivo escuchar, termina por transformarse en tedioso.

Con este material, Javier Daulte realiza una puesta prolija pero dérmica, en donde lo que prima son los gritos, la violencia y las “puteadas” y una dirección de actores dispar. La escenografía de Alicia Leloutre resulta lo más conceptual de la propuesta, donde los personajes en lugar de transitar los distintos ambientes que plantea la acción, son literatamente invadidos por los ámbitos

Un elenco masculino desparejo, con Pablo Echarri que hace esfuerzos denodados y plausibles por desprenderse de su imagen televisiva y logra momentos brillantes y otros cercanos a la caricatura. Fernán Mirás en un papel difícil muestra solvencia y un sobresaliente Marcelo Mazzarello quien juega de lleno a la comedia y gana con ello. El elenco femenino (Nancy Duplaá y Andrea Garrote) acompañan de manera correcta.

“El hijo de puta del sombrero” es una pieza “políticamente incorrecta” que necesita de un público particular que esté dispuesto a reírse de situaciones dramáticas y sobretodo, nada purista y pacato en cuanto al léxico.