Una piedrita y la punta de un zapato

Por Silvia Sánchez

Antes, toma forma a partir de la lectura de The member of the wedding, obra de Carson.

Pablo Messiez se tropezó con Verdad tropical de Caetano Veloso y como suele suceder con las buenas escrituras -y con las lecturas atentas, hambrientas- ese texto le abrió puertas. Algunas ya conocidas y otras totalmente nuevas, como la obra de Carson McCullers: aire para respirar según el autor de Antes, y musa de la pieza que acaba de estrenar.

Antes, toma forma a partir de la lectura de The member of the wedding, obra de Carson (puerta abierta por Caetano) en la que una chica de doce años que se siente sola, se enamora del casamiento de su hermano y la novia y decide que ellos serán su grupo de pertenencia.

Allí pone el ojo Messiez: en la necesidad humana de no estar solo, en lo insoportable de la premisa y en los vínculos que se tejen para saldarla (a la soledad, no a la premisa).

Con aire autobiográfico, Messiez toma lo central del texto-musa y lo traspola al terreno teatral. En este caso se trata de tres amigos que por un rato “deciden ser otros” y en una especie de “juego”, tejen y destejen vínculos y personajes. En los tres relatos que se suceden (correspondientes a cada uno de los personajes), la idea de la soledad hilvana el discurso, instalada sobre todo en el único personaje femenino (interpretado por Lorena Romanin).

Con mucho acierto, el autor y director armó una pieza sencilla en su estructura y corta en su duración, que cuenta una misma historia desde diferentes focalizaciones y en donde juega con el coqueteo entre la realidad y la ficción dándose -de paso- el gusto de hablar del teatro también.

A su turno, cada uno de los personajes le cuenta al público su “antes” y su deseo de ser el personaje del libro que leyó. Dicho esto último, los tres se meten -sucesivamente- en el espacio de la cocina que es el espacio del juego, el espacio del “mundo inventado”, el espacio teatral al cuadrado.

En esa tensión (falsa obviamente) entre la realidad y la ficción desde la que está concebida la pieza, Antes resulta una divertida propuesta.

Con un texto pequeño (en sentido de lupa, de detalle), con buenas composiciones actorales (que acuden oblicuamente al viejo Brecht), y con una escenografía que logra distinguir claramente el espacio de la ficción y de los vínculos (una cocina llena de colores estridentes, sándwiches de pan lactal y jugos Tang) del espacio de la no ficción y de la soledad (un espacio vacío en el sentido literal del termino), la pieza habla no solo de los grupos de pertenencia como trincheras contra el vacío, sino también del arte. Otra trinchera para huir del “horror fundamental” como decía Freud.

“Para alcanzar el cielo de la infancia solo se precisan dos cosas: una piedrita, y la punta de un zapato”, decía Cortázar.

Messiez lleva en su mano piedritas. Y salta. Y se divierte. Y se le nota. Antes, está llena de él. De todos sus enamoramientos, de sus libros, de su abuelo, de la novela Todos los días la misma historia, de Julio Iglesias, de las cartas con la sota de espada sin cabeza, de todo eso que formó su mundo, su código, su lista de razones por las que vale la pena estar vivo.

Mucho mejor es mirar, dice uno de los personajes evocando un viejo amor. Lo dice mientras está en esa cocina estridente en la que solo se puede jugar y ser feliz. Pero lo dice triste porque a veces, la realidad se entromete en ese mundo de colores y juguitos, imponiendo sus leyes, saboteando piedritas.

Entonces es ahí cuando es urgente evocar antídotos: como aquella escena en la que la heroína está triste y él le sonríe para que deje de estarlo y luego -con un gesto porque la película es muda- él le pide a ella que haga lo mismo, que lo imite, que trate de sonreír. Pero a ella no le sale tan bien porque no es Chaplin.
Algo así son los personajes de Antes. Como la chica imitadora de sonrisas. Algo de piedritas y puntas de zapatos es lo que la pieza aporta. Un montón.